EL CRISTIANO ENVIADO COMO TESTIGO (Martyría)
Hay palabras muy propias del vocabulario cristiano primitivo. Son palabras de familia. Términos antiguos, que conservan su valor, su significado pleno, y son hoy profundamente sugerentes.
Algunas de estas palabras, al menos en su contenido, provienen del mismo Jesús, como diakonía, martyría, y también koinonía, que fue una fuerte y viva realidad de la comunidad primitiva. La leiturguía nace de la Iglesia, que ora y que celebra a su Señor.
Son cuatro rasgos permanentes de la Iglesia, grabados por el Espíritu.Constituyen la extraordinaria originalidad de la Iglesia, que provoca nuestra fidelidad a ellas, abandonando, tal vez, otros caminos, y piden nuestra respuesta decidida, más audaz y alegre. Son cuatro tareas, que aseguran el futuro de la Iglesia, y, por eso, también el futuro mundo.
El futuro de la Iglesia porque las alienta el Espíritu, como decía, y el Espíritu con su aliento y empuje es el alma de la Iglesia.
En realidad hay poco que desvelar, porque os suena la palabra mártir. En la traducción griega del arameo de Jesús, Él les dijo a los Apóstoles: Vosotros seréis mártires míos (Cf Hch 1,8). Es decir: “Seréis mis testigos”.
La Iglesia de Jesús es esencialmente mártir. La martyría es el testimonio que nace de la Iglesia, y es Ella. El testimonio es el encargo recibido del Señor, como Él lo recibió del Padre, como él fue enviado por el Padre. La Iglesia es testigo. No puede ser de otra manera. Jesucristo ha hecho a la Iglesia su boca, su voz, que hoy se puede escuchar, como ha hecho que la Iglesia sea sus manos y pies que pasan haciendo el bien. La Iglesia buena Samaritana.
“Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando” (Plegaria Vb).
La martyría exige la koinonía para ser genuina, y se manifiesta y tiene el contraste de calidad en la diakonía necesaria, sendero obligado del testigo, y nace de la leiturguía y a ella conduce.
I. Jesucristo, Testigo fiel
Jesucristo es Testigo. De modo que nosotros somos testigos del Testigo.
Todo el ser y la misión de la Iglesia, en todos los tiempos, en todos los órdenes, hace referencia necesaria a Jesucristo. Así ha de ser. La Iglesia prolonga a Cristo en la historia y en la geografía, “hasta que Él vuelva”. “El que a vosotros oye, a Mí me oye. El que a vosotros acoge, a Mí me acoge”. La Iglesia es réplica viva, cierto que limitada, de Cristo, el Señor. Si Jesucristo fue testigo, la Iglesia es hoy testigo.
Y Jesús fue testigo. Jesús dio testimonio. Jesús fue de verdad mártir. La Iglesia, por eso es testigo, testigo del Testigo. Da testimonio del que dio testimonio.
1.- Escuchemos los textos
a) El libro del Apocalipsis escribe, como pórtico de sus páginas, esta afirmación. Dios envió su Ángel para dar a conocer la revelación (el Apocalipsis) de Jesucristo a su siervo Juan: “el cual ha atestiguado la Palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo: todo lo que vio” (Ap 1,2). Porque Jesucristo fue testigo.
b) Dos veces, en el mismo Apocalipsis, a Jesucristo le da el título de “el Testigo fiel”. Juan saluda a las siete Iglesias de Asia deseándoles “la gracia y la paz... de parte de Jesucristo, el Testigo fiel” (Ap 1,5). En el capítulo 3 escribe al Ángel de la Iglesia de Laodicea: “Así habla el Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de Dios” (3,14). Así queda consagrada esta afirmación del Apocalipsis, que da a Jesucristo este título verdadero.
c) Es más, Jesús se presenta a sí mismo como testigo y da, a la vez, la correcta definición del testigo. Testigo es el que ve o el que oye. El Señor le pregunta extrañado a Nicodemo: “Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas? En verdad, en verdad te digo, nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio” (Jn 3,11-12). Y, dos líneas más abajo, Jesús da el testimonio inaudito y verdadero de que Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único, porque Dios quiere que los hombres vivan con vida eterna (Cf. Jn 3,16-18).
d) El cuarto dato se ofrece en un momento crucial: Jesús ante Pilato. Este es el diálogo que conocemos. Pregunta Pilato: “¿Luego tú eres Rey?” Esta es la contestación de Jesús: “Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la Verdad” (Jn 18,37). Es decir, Jesús no sólo da testimonio, sino que ha nacido y ha venido para dar testimonio de la Verdad. Ser testigo pertenece, por eso, a su misión.
Este último testimonio de Jesús le impresionó a S. Pablo y se lo recuerda, cuando le escribe a Timoteo (1Tim 6,13). “Te recomiendo en la presencia de Dios que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo que, ante Pilato, rindió tan solemne testimonio”.
2. Rasgos significativos del testigo
Pero releyendo el Evangelio, Jesús ofrece también detalles significativos de lo que supone el testimonio:
a) En primer lugar el mensaje, es de tal valor que el testigo no lo crea, no lo inventa, no lo falsea ni lo adultera. El testigo es fiel a lo que ha oído. Eso mismo dice Jesús. “Mis palabras no son mías. Lo que he oído al Padre os lo digo” (Cf. Jn 3,34;14,10).
Y a la Iglesia le dirá repetidas veces: Decid en las plazas lo que habéis oído en secreto. Id por el mundo entero, anunciad mi mensaje y no otro, porque no hay otro Evangelio. La Iglesia, por eso, vive de la memoria de ese mandato y de ese mensaje. La Iglesia es testigo por su memoria. “El que a vosotros oye, a mí oye” (Lc 10,16).
b) En segundo lugar: El testigo repite lo que ve (Jn 8,38). Uno es testigo de lo que oye pero también de lo que palpa y toca, de lo que ve. Jesús hace lo que ve hacer al Padre (Cf Jn 5,19).
Igualmente Jesús le dirá a la Iglesia que no haga otra cosa fuera de lo que en Él ha visto. Es decir anunciar su vida, curar a los hombres, amar, dar la vida (1Jn 1,1).
c) Damos un paso más. La persona misma es testimonio. Jesús es el testigo extraordinario del Padre, porque es su imagen (Jn 14,19). A los cristianos les gustaba llamar a Cristo “icono” del Padre (Col 1,15; 2Cor 4,4). Y sabemos que nosotros, la Iglesia, estamos predestinados a ser imagen de Cristo (Rom 8,29). Hacer ver a Cristo, en bella y cierta expresión del Papa.
3. Actitudes del testigo
Para completar el perfil del testigo dejo constancia de cuatro actitudes.
- Resalta con fuerza la fidelidad. Testigo fiel es Jesús, y así se le llama repetidamente. Esto nos
supone no caer en múltiples tentaciones que han sobrevenido a la Iglesia, como han sido falsear el mensaje, recortarlo, venderlo, o rebajarlo. Lo ofrece gratis, de balde (Cf. Mt 10,8; Is 55,1; 1Pe 5,2) Porque no basta con ver u oír, hay que transmitir con fidelidad lo visto y oído.
En la moral bíblica se repite la escrupulosa exigencia de veracidad en los testigos. La normativa viene desde el Éxodo 20,16; 23,1; Dt 5,20, y pertenece al decálogo. En Dt 19,16-19, al falso testimonio se le califica de maldad indecible. Y sobre todo son abundantes las prescripciones en los Proverbios: 6, 19; 12,17; 14,25;19,9.
En nuestro caso el testigo se debe al mensaje y le debe fidelidad hasta la muerte. Jesús fue fiel hasta la muerte, fue mártir. A veces el testigo experimenta la tragedia del rechazo, ¿quién nos da crédito? (Cf. Rom 10, 14-17; 10,16; Is 53,1). Rechazo hasta violento y entonces será “mártir”. Es morir por ser testigo.
Hemos de detenernos en esta actitud necesaria del testigo insobornable. No es carrera de éxitos humanos ser testigo. El valor de lo que testifica es de tal importancia que exige coraje al testigo hasta superar el hambre o la sed, o las asechanzas, la muerte, y las soporta. Hay que leer así la historia entera del Señor y la historia de los primeros testigos. Tu testigo, Esteban, dice S. Pablo (Hch 22,20; Cf Ap 6,9; 17,6). Es un ejemplo el capítulo 11 de la segunda carta a los Corintios.
Por eso la audacia, el coraje, la valentía, la intrepidez, la fidelidad, es propia del testigo de Jesucristo, como fue Él. Todo esto ocurrió en Jesús.
- El testigo del Testigo, por otra parte, es pobre. No soy la Palabra, soy la voz, decía el Bautista. No es la luz, sino la aurora que la precede. El mensaje tampoco es del testigo. Lo suyo propio es la voz y la vida que se impregna del mensaje y le da una autoridad convincente. Es su pobreza parecida a la de la luna, en una imagen querida en la antigüedad. Se la llama el “misterio” de la luna, no por lo que tiene de cambiante, sino porque carece de luz propia y cada noche ofrece a la tierra la luz que recibe del sol. Y así se aplica a la Iglesia, que siempre refiere a Jesucristo.
- El testigo, como Jesús, pone sonidos claros, y acerca el mensaje, con términos inteligibles. S. Pablo dice que lo contrario sería hablar al viento (Cf. 1Cor 14,9).
- Por último el testigo recuerda bien. En su interior vuelve a escuchar y a ver. Una experiencia que vivieron los primeros testigos es que fueron recordando, como más tarde diré. El Espíritu os hará recordar. Recordar y entender (Cf. Juan 14,26). Entender y proclamar: ¡Era verdad! La Iglesia hoy es testigo no por haber visto, escuchado o comido con el Señor en su vida terrena, sino, porque si el Señor vive, se lo encuentra, porque sabe que la acompaña y porque tiene memoria de Jesucristo. La memoria fiel engendra experiencia contrastada en la vida. Habría que leer las páginas espléndidas de S. Agustín sobre la memoria en sus Confesiones.
4. Comenzó la cadena de testigos de Jesús.
Y de este Testigo, Jesucristo, tenemos una impresionante lista de testimonios y de testigos.
La encabeza Dios Padre. Su testimonio es reiterado y claro, pronunciado en público, en momentos claves. Es escueto. Se refiere a Jesucristo. “Es mi Hijo amado, en Él me complazco”, dice el Padre. Y se refiere a nosotros: “¡Escuchadlo!”. Escuchadlo, hombres de todos los tiempos. “Lo he glorificado y lo glorificaré”, se oyó como un trueno (Cf Jn 12, 28-30).
El mismo Jesús apela al testimonio del Padre. Un testigo a su favor son las obras, que realiza. Otro testigo excepcional es el Padre (Cf Jn 8, 18).
Y será también el Espíritu quien sellará su vida con el cuño de la verdad, Él dará testimonio de Cristo y hará testigos, hará que la Iglesia recuerde lo que Jesús enseñó y la anudará en la fidelidad a su Señor.
Nadie ha recibido más altos testimonios. Y los Apóstoles llegarán a afirmar otro convencimiento suyo: Que todos los profetas dan testimonio de Él (Cf Hch 10, 43; Rom 1,2). Que el nombre de Cristo se lee entre las líneas de la Historia de la Salvación.
Y es cierto, el último y más grande de los profetas, el Bautista, le llamará a Jesús “el que ha visto a Dios, Cordero que quita el pecado del mundo, el que tiene el bieldo en su mano, el que será bautizado con el Espíritu y con fuego, al que él, Juan, no es digno ni de desatarle la correa de sus sandalias, el que tiene que crecer”.
Acababa de morir el Señor, y el testimonio le viene del mundo pagano. Y es también testigo de excepción. El Centurión que presidió la ejecución. No pudo negar lo que vio, no pudo contenerse sin afirmarlo: Es Hijo de Dios. Y nos dejó su testimonio sin que nadie se lo pidiera.
Y llegó el Espíritu. Ahora la Iglesia se hace testigo. Una expresión se va oyendo por Jerusalén y más lejos. “¡Somos testigos!” Testigos designados de antemano por Dios, nosotros que comimos y bebimos con Él después de resucitar. Testigos ante el pueblo (Hch 13,31; cfr Lc 24,48).
Somos testigos de que pasó haciendo el bien, Buen Samaritano, fue hombre acreditado por Dios, sentado a la derecha del Padre, el que tiene el mundo entero por tarima de sus pies, icono del Padre, Primogénito, Santo e inocente, Ungido de Dios, Jefe y Salvador, piedra angular. El que sostiene el mundo, que fue creado por El y para El, el Justo, Cordero sin mancha, Alfa y Omega, el que viene, ha venido y ha de venir, el hermano de los hombres, nuestra paz, el que amó hasta el extremo, de su amor nada ni nadie nos separará, Plenitud, Cabeza de la Iglesia y su Esposo, primero en todo, Pastor supremo, todo es basura ante Él, creador del hombre nuevo, somos hechura de Él, Nuevo Adán, maestro, amigo.
También nacido de mujer, uno de tantos, obediente hasta la muerte, no hizo alarde de ser igual a Dios, siendo rico se hizo pobre, esclavo. El que tiene el Nombre-sobre-todo-nombre. Por su sangre hemos recibido el perdón de los pecados, Salvador, Sumo Sacerdote, Fundador de la Nueva Alianza, Justicia y sabiduría de Dios. Resucitado. El que vive por los siglos de los siglos.
Es el Señor. El Amén. Señor y Mesías. Jesucristo es Señor. ¡Ven, Señor Jesús!
Este es el testimonio impresionante de la primera Iglesia. Está firmado con su sangre. Hoy se sigue escuchando. Es Buena Noticia.
II. La geografía y el tiempo
Del dato bíblico, venimos al tiempo y a la geografía. Así ocurrió desde el principio porque la Iglesia es para el mundo, como dije. Hay constancia en los Evangelios, y en las cartas con destinatarios de nombre propio, de Iglesias y ciudades.
1.- ¿A quién habla la Iglesia? ¿A quién dirige y ofrece hoy la Iglesia el testimonio que ha recibido y del que vive? ¿A qué juventud hablamos? ¿A qué familia? ¿A qué niños? ¿A qué hombres?
¿Qué pensamientos y preocupaciones ocupan a la mayor parte de personas a las que hemos de ofrecer el testimonio? ¿Por qué se mueven? Hay una lista de actitudes, que se repiten y algunas de ellas se introducen en nosotros mismos, en nuestras comunidades.
Hay datos manifiestos que producen honda preocupación. Basta con dejar constancia de unos términos que necesitarían un mayor desarrollo. Por ejemplo, el relativismo seriamente infiltrado, sobre el que en días pasados se ha llamado la atención. Se pierde el sentido de la verdad. Prevalece el tópico y el eslogan. El subjetivismo, sostenido como norma superior e inapelable de actuación. El racionalismo, como única fuente seria de conocimiento. El nihilismo, como futuro ciego de la historia. Se ha oscurecido el amplio horizonte de la trascendencia y así la vida queda ahogada sin pasar la montaña más cercana de lo temporal. La impresionantemente fuerte e insinuante corriente de la “nueva era”. Y otros más, como la primacía del bienestar. En nuestro interlocutor están presentes, como axiomas, estos enunciados.
Hablan, por eso, algunos de tiempo de verdadera y propia decadencia. “El dueño de la máquina se convierte en esclavo y la máquina se convierte en enemiga del hombre. La criatura se vuelve contra quien la ha creado: ¡singular réplica del pecado de Adán! La emancipación de las masas desemboca en el mar del terror de la guillotina... Al final de la vía por la que se nos ha encaminado con la revolución francesa está el nihilismo” (Bonhoffer, citado por Bruno Forte, página 121). Se habla también del siglo breve y hasta de uno de los más sanguinarios. Ya no es un mundo eurocéntrico. Hoy se vive en la “aldea global” y presiona por muchas partes la globalización. Y se han desintegrado los antiguos modelos de relaciones humanas” (B. Forte, página 122- 124) En Europa, dice el Papa, florece la desesperanza y la incertidumbre.
Se habla del hombre, de su engreimiento, y a la vez se fomenta la guerra y el genocidio y a muchos ni siquiera se le deja nacer.
La familia desestructurada de tantos modos, inhibida y débil, desprotegida. El mundo de los jóvenes sin horizontes ni motivaciones. Desconocen el camino de la Iglesia.
Así, la oferta del Evangelio interesa menos, se puede vivir sin Dios. A veces la comunidad no cae en la cuenta del momento y del cambio.
El porvenir está en manos de Dios. Y en las manos de los testigos, fuertes en la fe, seguros en la esperanza, ardientes en el servicio y en el amor, seguidores del Testigo fiel. Ellos, además, harán regenerar la calidad de la vida humana.
Por eso el nuestro es tiempo de gracia. Comenta S. Agustín: “Así es que tenemos más motivos para alegrarnos de vivir en este tiempo que para quejarnos de él" (miércoles XX). Es tiempo de testigos. Sabemos que el testimonio de las primeras comunidades perforó la dureza de la oposición, de la persecución. Lo que un testigo no puede tener es desesperanza y falta de amor al hombre. ¡Es posible presentar hoy el testimonio!
III. La martyría de la Iglesia.
La Iglesia vive de este testimonio, que ha recibido, lo sigue escuchando y lo vive. Resuena en su memoria la Palabra de Jesús. La acoge en esta época. La traduce en lengua viva. No la impone, pero Cristo le urge a proponerla. La Iglesia no se puede callar, ni puede acallar esa Palabra, esa Vida, que ha recibido para el mundo.
1.- Pero, ¿dónde nace el testimonio de la Iglesia?
De tres fuentes: Jesucristo, el Espíritu y la memoria.
1.1 Nace de Jesucristo, que le dio el encargo expreso, le pasó el testigo a la Iglesia. Por voluntad de Jesucristo nació y vive para evangelizar Su mandato dura y está resonando entre nosotros. Jesucristo, por otra parte, nos remite a otra fuente, al Padre. Porque siempre es “como el Padre me envió”. Si no evangeliza, la Iglesia se desvanece; carece de sentido, si deja de ser la voz de Cristo, enviado del Padre. Y el testimonio nace de Jesucristo, porque es también a quien hoy anuncia la Iglesia. De Cristo es testigo. De su vida entregada y de su mensaje liberador. El curso pasado, al comienzo, dentro del Plan Diocesano de Pastoral, escribí una carta con el título de “Seréis mis testigos”.
Hoy estamos usando el presente: “Somos testigos”. Debo subrayar que no sólo es necesario el testimonio personal, derecho y deber del bautizado (Cf. AA 3,15.17), sino que es, sobre todo, el testimonio eclesial y comunitario (Cf. AA 18). Y lo subrayo. La Iglesia entera está enviada a dar con arrojo, contra viento y marea, en todas horas y meridianos, a tiempo y a destiempo, el testimonio de su Señor Jesucristo. Un testimonio que es más inteligible, cuando es comunitario, se anuda a la vida y se expresa en ella.
1.2 Nace también del Espíritu, que, desde el principio hizo y hace testigos. “El vendrá y os hará testigos”. Testigos con el Espíritu (cfr Hch 1,8; 5,32). Eso ocurrió en Pentecostés. El testimonio verdadero exige la garantía del Espíritu, requiere espiritualidad. Quiero decir: El testimonio requiere encuentro personal, cercanía, relación personal con Jesucristo, de quien es testigo. Una relación que sólo el Espíritu hace posible y la garantiza.
Al testimonio precede también la escucha sosegada de la Palabra y la contemplación sin dioptrías del rostro de Cristo. La oración y la contemplación que propone nuestro Plan Diocesano con acierto. Cuando se escucha sin prejuicios la Palabra, con el alma de los sencillos (Cf. Mt 11,25), el corazón se calienta y arde, y empieza a ver, porque el corazón sin duda tiene ojos (cfr Ef 1,18; 4,18; Mc 3,5, ceguera del corazón). A continuación lo que surge y aflora es el testimonio, no la repetición memorística. Y también en este momento interviene el Espíritu (cfr Jn 14,26).
Para muchos, si no para todos, este encuentro, en el Espíritu, con el Señor, con su vida y con sus sentimientos, con su Palabra viva, provoca la necesidad de un conocimiento más hondo. Es decir, conduce a la teología, a la formación permanente. “Queremos conocer hoy al Señor” (cfr Jn 12,21). La experiencia y el encuentro conducen al deseo del conocimiento interno y perfecto del Señor, como pedía S. Pablo (Cf. Ef, 1,17). Y digo esto, porque muchos así lo han vivido.
En realidad, el camino inverso es igualmente verdadero, porque sólo tiene categoría de buen teólogo el que en la reflexión se encuentra con Dios, se convierte en el hombre de la experiencia y del Espíritu, y en su propia vida contrasta que la reflexión se hace experiencia. El encuentro con Jesucristo genera hambre de Él. El estudio serio de Jesucristo termina en la experiencia de Él.
La experiencia del testigo no es sentimental o intimista, no es reduccionista o disgregadora, sino que crea hambre de conocer al Señor, y somete la experiencia al contraste de la Palabra, como recuerda la Fides et Ratio, con la comunidad, con la vida. La oración y el estudio sencillo, paciente, constante de la Palabra lleva a esa experiencia. La teología es maestra de espiritualidad.
2.3 El testimonio, también nace de la memoria, de la memoria de Dios y de Jesucristo, recordados en la Iglesia. Me refiero a la memoria que tenemos de Jesucristo.
Dios tiene memoria. Lo recojo en unas líneas. Dios tiene memoria. Es emocionante la oración de Moisés, cuando intercede por el pueblo, después del increíble becerro de oro. “¡Acuérdate de Abrahán, de Isaac, de Jacob!”, le pide a Dios (cfr Dt 9,27). “Dios se acordó”, rezan los salmistas (cfr 9,13; 78,39; 98,3; 103,14; cfr Is 49,1; Hab 3,2-4). Es larga la enumeración. Un salmista le pregunta a Dios con audacia: “¿Hasta cuando seguirás olvidándome?” (cfr Sal 13,2). La misma Virgen María se goza, porque Dios se está acordando de su misericordia (cfr Lc 1,54). En nuestra liturgia es frecuente la oración que se expresa en “acuérdate”. Acuérdate de los que han muerto, decimos al “memento”.
La Iglesia de hoy no ha visto al Señor en carne, como decía S. Pablo. Tampoco Timoteo conoció en carne a Jesucristo, y, sin embargo, S. Pablo le insiste en que recuerde a Jesucristo, de quien es testigo. Jesús llamó felices a los que creerán en Él sin haberlo visto (Cf. 1Pe 1,8). La Iglesia ha guardado y guarda la memoria del Señor, que le han trasmitido quienes lo vieron. Los que lo palparon y comieron con Él. La Iglesia es testigo de esa memoria permanente del Señor. Hacer viva esa memoria no es hablar de memoria, porque en su vida, la Iglesia experimenta la verdad de lo que le entregaron, para repetirlo incansablemente y en todas las lenguas.
Toda la historia de la salvación es una historia guardada en la memoria de unos libros santos escritos o de una tradición viva garantizada. En esto radica el testimonio. Es testigo de lo que ha recibido y lo va guardando a lo largo de los años.
Jesús dirá que en cada Eucaristía lo nombremos, lo recordemos en su entrega cruenta para el perdón de los pecados, que hace nacer un hombre nuevo, y que se está realizando mientras lo celebramos.
Y Él dirá que vendrá el Espíritu para que nos recuerde lo que Él nos dijo. De esta memoria nace también el testimonio de la Iglesia y lo expresa en la fidelidad a lo que ha recibido y que hoy posee. Y ha sentido en su carne la verdad y el poder de este testimonio.
La memoria, como decía, no es repetición memorística. Cristo actualiza lo recordado. Para nosotros no es lo mismo recordar una fecha o un personaje, que hacer memoria de Jesús que vive. Recordar la alianza que aconteció, es estar viviéndola ahora: “Es Cristo quien bautiza”. Ahora lo estamos celebrando. Celebrarla es la respuesta adecuada. Celebrarla con el gozo de quien sabe que está presente y actuando en nuestro favor Aquel a quien recordamos. Esto es, sobre todo y de modo eminente, la Eucaristía. Por eso el pueblo responde a una voz y con fuerza: “¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. Ven, Señor Jesús”! La memoria se hace testimonio y anuncio convencido y camino de esperanza. Esta es la leiturguía.
2.- Qué anunciamos, de qué damos testimonio
Como consecuencia primera: El testimonio cristiano tiene como tarea prioritaria hablar de Jesucristo, el enviado del Padre. No tenemos otro encargo. La Persona y el mensaje de Jesús nos superan. Se llamaban los Apóstoles servidores de este mensaje. No tenemos otra palabra. A Cristo crucificado, anunciaba Pablo a los estibadores de Corinto. Cristo hoy, Cristo ayer, Cristo siempre. ¡Jesucristo, Buena Noticia!
Segunda. No sólo hablamos de Cristo y de Dios, sino también de su soberanía y señorío. Con nuestro testimonio tratamos de volver al primado de Dios. Sin reticencias afirma nuestro testimonio que el primado absoluto y el juicio definitivo no compete a los poderes de la tierra, ni a los principados y potestades. Y esto es bueno para el hombre y es la fuente de su libertad. El que no sirve a Dios, se hace esclavo del dinero, del poder, y además hace esclavos. Compete a Jesucristo, como cantamos con entusiasmo también con los primeros cristianos. “¡Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor!”
Tercera. Si es así la martyría, el testimonio que ofrece la Iglesia, de ninguna manera es huída del mundo y alejamiento de él.
El haber contemplado y contemplar a Cristo resucitado, Primogénito de muchos hermanos, Plenitud de Dios, -“Señor” le llamaban los cristianos, que tiene un “Nombre-sobre-todo-nombre”-, de ningún modo aleja de los hombres ni se convierte en opio adormecedor de la solidaridad y responsabilidad. El testimonio se une de este modo con la diaconía.
El testigo conquistado por Cristo, apasionado por la Verdad de Cristo testimonia a Cristo verdad, libertad, camino, salvación y vida del mundo. Y lo hace de cerca, como Él lo hizo, saliendo a los caminos, mezclado entre la gente, recorriendo las sendas del dolor, cargándose la basura de los hombres. Sin amor al hombre, no hay testigo. Al testigo lo hace el amor a Cristo, y el amor y la solidaridad con las gentes con quienes convive. Anunciar a Cristo es un modo extraordinario de amar (EN). El que da rodeos no anuncia a Jesucristo.
En cuarto lugar y, como resumen, os digo que es tiempo de testigos, porque el testimonio lo dan los testigos. El testimoniado, el mensaje y los testigos. Volvemos a hablar de ellos. El Señor los describe sin alforjas, ni tarjetas de crédito, sin bastón de apoyo. El testimonio primero y más claro lo da la vida del testigo.
¿Qué os faltó cuando os envié? Les hará recordar el Señor (cfr Lc 22,35). Os propongo una especie de decálogo del testigo, sacado de las páginas de los testigos de los primeros tiempos, y sumado a las indicaciones que anteriormente he consignado.
1. Al testigo lo hace, en primer lugar, el amor. El amor a Cristo y, al mismo tiempo en El y con El, el amor a los hombres. Un amor que se expresa en la pérdida a veces, de bienes, de comodidades, seguridades, posesiones, en el rechazo familiar y social. No hay anuncio verdadero sin riesgo (Gal 5,1). Hasta dar la vida, que es la expresión máxima del amor, como dijo Jesús, que, por eso, fue mártir. Y como dirá S. Cipriano: “No son los mártires los que hacen el Evangelio, sino el Evangelio el que hace los mártires” (Epístola 27, 3.3, cfr Fischela, Jesús, profeta del Padre, página 240................VER). El Evangelio siempre ha hecho testigos, que se juegan la vida.
2. La fe. Sin fe no hay testigo. Cree lo que lees, se le dice al Diácono al entregarle el Evangelio. En otras palabras, comentaba S. Pablo: “Me lo he creído y por eso te hablo” (Cf. 2Cor 4,13), cuando creer es también pegar mi vida a la vida de Cristo y fiarme de Él.
3. Los testigos de Jesús no suelen llevar vestido de repuesto, pero van investidos de valentía y audacia, de ilusión. Jesús habla de fuego y ardor y de que al testigo, a veces, le aguarda el ser suprimido (Cf. Mt 10,16-25). Así comenzaron a caminar los testigos. La cárcel no los calló. Es más, las palizas por el Evangelio se convertían en alegría. “Salían contentos del Sanedrín”. Anunciar el Evangelio con el testimonio de la voz y de la vida era un “valor”, que superaba cualquier precio. Era un don. Es admirable cómo posteriormente recordarán que les confiscaban los bienes, los perseguían. Este era el temple de los testigos. S. Pedro invita, incluso, a dar gracias, porque les cuesta ser cristianos, aunque todavía no han llegado a la sangre (Cf. 1Pe, 1, 6- 7; 3,13-17; 4, 12-19).
4. Testigos con alegría. Quiero destacar la alegría. Perdonad si os digo que nuestros rostros no reflejan siempre la alegría que nace espontánea de la fe. La fe es un surtidor de alegría. Una buena noticia no se ofrece o se da sin alegría profunda y permanente. Os invito a escuchar este texto: “Conservemos el fervor del Espíritu. Conservemos la alegría reconfortante de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo –como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia- con un ímpetu interior que nada ni nadie sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda así recibir la Buena Noticia, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”. El texto es de Pablo VI. El lugar la EN, nº 80
5. El verdadero testigo tiene conciencia permanente de que su valor está en la presencia y la cercanía de quien le envía. “Estoy con vosotros”. “El que me envía está conmigo”. Y muchas veces tendrá que sufrir la tragedia de que no le hacen caso ni interesa su testimonio, y además, la tragedia de llegar a acabar en la guillotina o en cualquier patíbulo. Esto se ha repetido en la Iglesia. Y se ha repetido en nuestros días (Cf. Francisco Alleu: Me matáis porque soy católico). Tiene la certeza de que no es él quien defiende a Cristo, sino que es de Cristo de quien recibe la fuerza.
6. Al verdadero testigo le puede la pasión por la verdad. La verdad de Dios, la verdad de Jesucristo y su mensaje, la verdad del hombre. Porque puede más la verdad que cualquier poder humano. El testigo de Jesucristo siempre antepone la verdad al poder. El poder pasa, la verdad dura. La verdad da libertad, la Verdad es Jesucristo, que nació para ser testigo de la Verdad.
7. Por eso, para el hombre de hoy, con su cúmulo de temores y aspiraciones, de eslóganes y de esclavitudes, de horizontes recortados, el testigo afirma que en Cristo está la esperanza que no defrauda, en Cristo está la verdad limpia del hombre. Con una afirmación impresionante dirá el Concilio que Cristo explica el hombre al hombre (BUSCAR.. GetS)
8. Es más. Nuestra pretensión no es triunfalista ni fundamentalista. Pero nos vemos forzados a testimoniar que en el cristianismo el mundo tiene asegurado el futuro, como dije al comienzo de esta charla. Este es el encargo que Jesús dejó a los Apóstoles y a los testigos de todos los tiempos. Decir cristianismo es afirmar el seguimiento de Jesús, es vivir la comunión fraterna, y es el permanente servicio de la caridad. Son los otros semblantes de la Iglesia, que encarna y encara el futuro de la humanidad..
9. Como el testigo depende del Espíritu, he de decir que no hay verdadero testimonio sin sentido de pertenencia a la Iglesia. Es verdad que Jesús reprenderá al círculo de sus Apóstoles y discípulos cuando alguien pretenda controlar su gracia y el poder del Espíritu (cf Lc 19,49). Como es verdad que S. Pablo siente alegría de que Cristo sea anunciado, aunque sea por rivalidad o envidia (Cf. Fil 1,18).
Pero el testigo verdadero nace de la comunión. Vive la Koinonía. No hay testimonio verdadero, si no es eclesial. De la discordia no se origina el testimonio cristiano. Vuelvo a citar a S. Cipriano. Es muy ilustrativo un texto contundente suyo, que podemos aplicar al testigo. El afirma que sin pertenencia a la Iglesia no hay martirio... “No poseen a Dios quienes rechazaron el amor en la Iglesia de Dios. Y aunque sean arrojados al fuego o echados como pasto a las fieras, su muerte no será una corona, sino un castigo por su perfidia; no el final triunfante de un atleta cristiano, sino la perdición del desesperado. Podrán dar su vida, pero no serán coronados” (S. Cipriano, De Catholicae Ecclesiae úntate, 14.- Fisichela página 240). En el testigo se unen fuertemente: verdad, amor, testimonio y pertenencia a la Iglesia.
10. La coherencia, otra cara de la fidelidad. Una última consecuencia es que a las palabras del testimonio precede y acompaña la vida, la coherencia de la vida. Jesús solía emplazar a la vida. “Haz esto y vivirás”. “Haz tú de igual modo”, dijo al maestro que preguntaba por su prójimo. Coged la jofaina y poneos a lavar los pies y seréis felices. “Hacer y decir”, es el orden de los verbos en el Evangelio. Jesús, el testigo fiel, primero perdonaba y luego hablaba de perdón. Primero fue pobre y luego ofreció la libertad que da la pobreza. Primero rezó y luego enseñó a rezar.
Estamos en el punto crucial del testimonio cristiano. “Hablar tal vez menos y hacer más. Nos sobran palabras y nos faltan hechos”. Es bochornoso escuchar de Jesús: “Haced lo que dicen, pero no hagáis lo que hacen”. Y es también dolorosa la afirmación del Concilio Vaticano II: La incoherencia en la vida es uno de los pecados graves de los creyentes (GetS, 43).
Te hablo del gozo de dar, porque yo lo tengo cuando doy. Te digo que es verdad lo de la otra mejilla, porque a mí me ha ocurrido. Esta ha sido la vida de los santos, los mayores testigos de que es verdad liberadora la persona, la vida y la enseñanza de Jesús. En ellos fue verdad y lo atestiguan. Son los santos cuyas imágenes nos dan luz en la exposición. Es la santidad a la que hoy nos llama el Papa (NMI, 30-31).
Orihuela, 14, octubre, 2003
No hay comentarios:
Publicar un comentario