jueves, 30 de agosto de 2018

Cuando dices amén

Cuando dices amén




Hay una palabra que siempre vas a reconocer cuando la escuches en cualquier idioma en cualquier parte del mundo.
Hay personas que repiten esta palabra en todo momento sin pensar en lo que están diciendo. Jesús nos advierte en Mt 6:7 que no debemos repetir las expresiones vanas que no tienen significado.
Amén es una palabra conceptual que viene del hebreo emuná o amén (fonética) y se ha transliterado en el griego y al español en su misma forma: Amén.
Significa firmeza o verdad. Se refiere a algo que es fiable, seguro, verdadero, permanente. Es algo absolutamente certero. La palabra aparece en la Biblia noventa y nueve veces y es más utilizada en el NT.
A veces es traducida como «de cierto». En algunas de las versiones más modernas, Jesús dijo: «De cierto, de cierto les digo», para enfatizar la veracidad y la fiabilidad de lo que estaba a punto de decir. Imaginen… Hoy sería como colocar las palabras en negrita para llamar nuestra atención

Pero Amén es uno de los nombres de Dios.
Cada uno de los nombres y títulos de Dios describe un aspecto diferente de su naturaleza y carácter, como Jehová Elohim: Señor de Señores (Gn 2:04; Sal 59:5) Jehová Jireh: Yo Soy tu proveedor (Gn 22:14). Jehové Rafa: “El Señor que sana” (Éx 15:26).
En Deuteronomio 7:9, se le llama «el Dios fiel que guarda su pacto». Si fuera en hebreo, sería “el Dios Amén”. Él es fiel. Sus promesas son ciertas y verdaderas.
En Apocalipsis 3:14, Jesús se llama a Sí mismo «el Amén, el Testigo fiel y verdadero». Así es como Él se describe a Sí mismo. Él es el Amén de Dios. Él es el Amén del propósito divino, en Cristo se cumplió ese sumo propósito: LA REDENCIÓN DE LOS SERES HUMANOS.
En la Biblia, es más las veces que aparece al final de las oraciones, que al principio.
Por ejemplo, en Deuteronomio 27 cuando Dios le pide a Moisés que le enseñe una larga serie de maldiciones al pueblo si hace tal o cual cosa, el pueblo dirá AMEN. ¿Y qué significa esto? Cuando ellos decían amén, estaban aceptando todo lo que se había dicho, estaban dispuestos a someterse a la ley y soportar las consecuencias si la quebrantaban

Otro uso en las Escrituras. Las bendiciones de Pablo o sus doxologías terminan con un amén: “a quien sea la gloria para siempre. Amén” (Gal 1:5)
Otros ejemplos de Pablo: 1ª Co 16:24; 2ª Co 13:14; Ef 3:21; Fil 4:20; 1ª Tim 1:17; 2ª Tim 4:18; Tito 3:15. Fil 1:25.
Así también Pedro 1ª Pedro 4:11; 2ª Pedro 3:18, Juan 1ª Juan 5:21; 2ª Juan. v.13 y Judas v. 25.

Hay un amén. al final de la Oración Perfecta en Mateo 6:13.
Cada evangelio termina con un amén. Mateo 28:20. Marcos 16:20. Lucas 24:53. Juan 21:25.
En el NT se añade frecuentemente como respuesta de alabanza y de bendiciones: Heb 13:21; Heb 3:25; Ap 5:14; Ap 7:12; Ap 22:20.
Se usaba en los salmos como respuesta a las alabanzas Sal 41:14 Sal 72:19; Sal 89:53. Sal 106:48.

Según 1Co 14:16, los primeros creyentes decían AMEN en voz alta al finalizar la lectura de la palabra o las alabanzas. Decir amén a una verdad bíblica es como decir LE CREO A DIOS, porque su palabra es fiel y verdadera. Es asentir y afirmar como Iglesia.
Dios quiere participantes, no espectadores. Dios quiere atraparnos mental, espiritual y emocionalmente con su Palabra.
Y muchas veces eso no sucede, nuestro cuerpo está sentado en el banco pero nuestra mente está pensando en las compras para el almuerzo, en el wsap q no compartí, ooohhhhh Julita se tiñó el cabello de violeta, Viste?
Dios no necesita de nosotros. Pero nosotros sí. Teniendo eso en cuenta, las misas se convierten en diálogos, una conversación que Dios mantiene con su Pueblo. Por eso decimos AMEN.
Pero ese AMEN debe sentirse y decirse gozosamente. Somos muuuuy expresivos en un partido de fútbol pero en las misas nos quedamos en silencio, si es por reverencia está muy bien, pero a veces es porque no nos involucramos en el servicio religioso. Está el cuerpo sentado pero la mente vaya tú a saber por dónde anda.

Al decir «amén», estamos diciendo que estamos de acuerdo de que lo dicho es verdad. O estamos afirmando que lo que se acaba de orar está de acuerdo con la voluntad de Dios y será escuchado por Él.
Amén: una palabra que no se debe decir a la ligera, pero que sí se debe expresar.

Cuando decimos amén en la adoración, en el estudio de la Palabra, y en las oraciones del pueblo de Dios, nos estamos uniendo a la adoración celestial
Apocalipsis 5: La entrada del Cordero. Este pasaje está en medio de una escena de adoración celestial. Los ángeles y los seres vivientes y los ancianos están reunidos alrededor del trono de Dios, cientos de millones de ellos, millares de millares. (vv 11-14)
Digamos que nuestra adoración en la Tierra es un ensayito de lo que vamos a hacer en el Cielo por toda la eternidad mientras contemplamos a nuestro Dios, si le obedecemos y hacemos su Voluntad

Amén es todo. Cuando lo digas, no puede haber dudas ni temor. Dios es fiel y verdadero. 365 veces está la pequeña pero poderosa frase: “¡no temas!” No temas dice el Señor porque yo estaré con ustedes siempre.
La última palabra en la Biblia es Amén. Ap 22:20-21

FUENTE:

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¿Por qué la misa del domingo puede celebrarse ya el sábado?

¿Por qué la misa del domingo puede celebrarse ya el sábado?

Una explicación sobre por qué la Iglesia "cuenta como domingo" la noche del sábado

La misa del sábado por la tarde, para los católicos, es ya misa del domingo. Lo mismo pasa con los días festivos y con la liturgia de las horas, donde las vísperas del sábado no existen, sino que se consideran primeras vísperas del domingo. Se trata de uno de los grandes “cambios” introducidos en la reforma litúrgica que pedía el Concilio Vaticano II, en la Constitución Sacrosanctum Concilium (punto 107).

Algunos se preguntan si este hecho se debe realmente a que en la antigüedad la misa cristiana era así (heredera del shabbat judío, que empieza con el ocaso del sol del viernes), o ha sido un “invento” posterior, por motivos pastorales y para permitir a los fieles más flexibilidad de horarios.

A una de estas preguntas responde el padre Lamberto Crociani, profesor de Liturgia en la Facultad Teológica de Italia central, en la revista italiana Toscana Oggi. Este experto explica que, en efecto, comenzar la celebración del domingo en la tarde del sábado es una antiquísima costumbre cristiana, que mantienen varios ritos orientales.

En el oficio bizantino, por ejemplo, el salmo invitatorio se reza aún hoy cada día al principio de las vísperas. Durante siglos, las vísperas del sábado marcaban el comienzo del domingo, y la tarde del sábado tenía más importancia celebrativa que la tarde del domingo.

Retomando esta antiquísima costumbre, la reforma de Pablo VI quiso volver a la situación primitiva de empezar el domingo la tarde del sábado.

Por tanto, la costumbre adoptada de calificar la misa del sábado por la tarde como “prefestiva” no solo es equivocada, sino que causa confusión. La reforma, de hecho, lo que está haciendo es volver al “rito antiguo” de la Iglesia romana y de las Iglesias occidentales de reconocer en esta celebración el comienzo solemne del domingo.

En este sentido, explica el profesor Crociani, hay muchos documentos antiguos que demuestran que era así, y que la reforma conciliar no ha “inventado” nada nuevo.

El origen de la celebración de vísperas a vísperas se encuentra en el Levítico 23,32, cuando Moisés prescribe al pueblo de Israel de observar el sábado de las vísperas del día anterior hasta la tarde del siguiente, por tanto desde la tarde del viernes hasta la del sábado. Esto se comprueba desde el final del relato de la Pasión en los cuatro Evangelistas, que dicen que ya se están encendiendo las primeras luces del sábado al final de esa vigilia (Parasceve) de la Pascua cuando el Señor fue sepultado. La Iglesia acogió y sancionó esta norma judía ligándola al domingo, por lo que el concilio de Laodicea (s. IV) prescribirá observar el domingo desde las vísperas del sábado hasta las del domingo.

Esta forma de celebrar el domingo duró siglos, como atestiguan Teodolfo (Capitula, 24) y Amalario (De officiis ecclesiae, IV, 7). Una variante se encuentra en la Regla de san Benito (s. IX) que prescribe celebrar las vísperas y cenar después, aún con La Luz del día. Esta indicación benedictina fue adoptada por muchos miembros del clero diocesano.

En el siglo IX aparece el uso de la expresión segundas vísperas para referirse a la tarde del domingo, y tenían menor importancia que las primeras vísperas de la tarde del sábado.

Con el paso del tiempo, la importancia de las vísperas del sábado fue decayendo y la del domingo fue aumentando, aunque el Ceremonial de los obispos durante mucho tiempo mantuvo esas primeras vísperas como más importantes. Los testimonios de que el domingo comenzaba la tarde del sábado llegan hasta el siglo IX.

Se cree que el Breviario de Pío V fue el que sancionó lo que ya sucedía en la práctica, y es que las primeras vísperas habían dejado de celebrarse, con lo que pasó a considerarse como festivo sólo el domingo.
Así que sí, realmente el Concilio quiso rescatar una antiquísima práctica de la Iglesia del primer milenio, para ayudar también a comprender en profundidad el domingo desde la Noche de la Pascua.

FUENTE:

https://es.aleteia.org/2018/06/16/por-que-la-misa-del-domingo-puede-celebrarse-ya-el-sabado/


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viernes, 24 de agosto de 2018

Saludo de Fray Carlos a los catequistas-21 de agosto de 2018

Saludo de Fray Carlos a los catequistas

21 de agosto de 2018
Memoria de San Pío X – Día del Catequista

Muy queridos hermanos y hermanas catequistas:
En este día quisiera enviarles estas líneas de felicitación, reconocimiento, gratitud; también de ánimo frente a los desafíos de la misión que les ha sido encomendada. Les escribo en momentos que podríamos definir quizás como difíciles, controvertidos, conmovedores si se quiere. Experimentamos pruebas que parecen superarnos. No hace falta que describa lo que ustedes mismos experimentan: en medio de tantos gozos y esperanzas, no pocas tristezas y angustias.
En medio de las tormentas, la Iglesia no ha cesado nunca de ofrecer palabras y gestos evangelizadores. Sí: vivimos a veces tentados de desánimo, pero la promesa del Señor permanece: “No teman, soy yo”.
La catequesis en ámbitos y ambientes tan diversos (geográficos, sociales, educativos, etc.) nos presenta muchísimos desafíos y el Espíritu Santo nos inspira la necesidad de un profundo y sereno discernimiento (discernimiento que nos impulsa a la escucha atenta, al combate de la fe y a la vigilancia).
Recordamos que muchos acudían a Juan el Bautista y le preguntaban –cada uno desde su propia condición-: “¿Qué debemos hacer?” ¿No es semejante la pregunta que los catequizados hacen a sus catequistas? (más aún en momentos como los que vivimos). El Precursor respondía a cada grupo… con actitudes claras…que anuncian ya los albores de la evangelización (cf. Lucas 3, 10-14).
También todos querían ver a Jesús y el Maestro les anunciaba –con palabras y gestos- la alegría del Evangelio. El joven rico, el doctor de la ley, preguntaron al Señor: “¿Qué debo hacer?” (el joven: para ser perfecto; el doctor de la ley: para heredar la vida eterna).
La alegría del Evangelio provoca reacciones diversas, libres. Así lo hemos contemplado en los últimos domingos a la luz del Evangelio de Juan. Hemos reflexionado en el signo de la multiplicación de los panes. Luego escuchamos cómo el Señor, con paciencia, ayudó a los que lo rodeaban a comprender la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del significado de dicho signo (cf. Efesios 3, 18 – 19). ¿No es esta la tarea de todo catequista?
La lectura del capítulo 6 del Evangelio de Juan nos describe de alguna manera las más diversas reacciones ante la enseñanza de Jesús:
El entusiasmo inicial de la multitud que lo buscaban para hacerlo rey, no por haber visto signos, sino por haber comido pan hasta saciarse.
La murmuración de quienes lo escuchaban decir “soy el pan bajado del cielo” y lo rechazan porque pretendían conocerlo muy bien (a su padre, a su madre).
La discusión entre quienes lo escuchaban y se preguntaban: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?”.
El abandono (apostasía) de muchos de los discípulos que murmuraban y se escandalizaban por la dureza del lenguaje… y dejaron de acompañarlo.
La respuesta creyente de Pedro a la acuciante pregunta de Jesús “¿También ustedes quieren irse?”: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”.
Catequizar implica enseñar que el Maestro es el Pan vivo bajado del cielo: Pan de la Palabra, Sabiduría de lo alto (porque todos serán instruidos por Dios) y también Pan de Vida que se refiere a su propia carne entregada y sangre derramada, verdadera comida y verdadera bebida para la vida eterna…
Catequizar implica también provocar una respuesta. Esto invita primero a la escucha y al mismo tiempo a la entrega. Pan de Vida sin escucha de la Palabra puede llevarnos a un puro ritualismo (repetición material sin espíritu). Escucha de la Palabra que no se hace carne ni sangre –que no se encarna- provoca un espiritualismo, justamente, desencarnado.
¡Qué tarea grande la del catequista! Invitar a la escucha de la Palabra que viene de lo alto y a encarnar esa Palabra a través de los Sacramentos que nos ayudan a vivir nuestro camino a la vida eterna.
El Papa Francisco –como experto catequista- nos ha ido regalando imágenes muy vivas y claras para comprender el ser y obrar de la Iglesia: Iglesia samaritana, Iglesia misionera, Iglesia misericordiosa, Iglesia hospital de campaña…
En su viaje a Polonia, tierra de San Juan Pablo II, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud 2016, un obispo preguntó al Papa: “¿Qué debemos hacer?” (se refería a las acciones pastorales necesarias para que el pueblo permaneciera fiel a su tradición cristiana ante las dificultades propias del secularismo, el consumismo, etc.).
La respuesta, repetida varias veces -como una antífona de Salmo responsorial o letanía- mientras ofrecía sus consejos como Pastor, fue sencilla: Cercanía. Sin cercanía hay solamente “palabra sin carne”. Y la cercanía es tocar la carne sufriente de Cristo en nuestro pueblo. La cercanía implica tiempo, escucha, paciencia, constancia, perseverancia, mansedumbre.
Muy queridos catequistas: Ustedes son llamados a manifestar la cercanía de / a la Palabra, la cercanía de / a los Sacramentos de Vida; la cercanía de / a la Iglesia; la cercanía de / a la comunidad parroquial; la cercanía de / a la comunidad educativa; la cercanía de / a la capilla barrial; la cercanía de / a la familia, etc. ¡Cercanía del / al Pueblo de Dios!

Gracias por esta vocación que les pide tanto y que es clave en la tarea de Evangelización de la Iglesia.

Fraternalmente en Cristo, Maestro, Camino, Verdad, Vida y María Santísima, Sede de la Sabiduría.

+Fray Carlos Alfonso Azpiroz Costa OP
Arzobispo de Bahía Blanca

martes, 7 de agosto de 2018

Carta a los Obispos acerca de la nueva redacción del n. 2267 del CATIC sobre la pena de muerte.

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Carta a los Obispos acerca de la nueva redacción del n. 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la pena de muerte

1. El Santo Padre Francisco, en el Discurso con ocasión del vigésimo quinto aniversario de la publicación de la Constitución Apostólica Fidei depositum, con la cual Juan Pablo II promulgó el Catecismo de la Iglesia Católica, pidió que fuera reformulada la enseñanza sobre la pena de muerte, para recoger mejor el desarrollo de la doctrina que este punto ha tenido en los últimos tiempos.[1] Este desarrollo descansa principalmente en la conciencia cada vez más clara en la Iglesia del respeto que se debe a toda vida humana. En esta línea, Juan Pablo II afirmó: «Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personaly Dios mismo se hace su garante».[2]

2. En este sentido, debe comprenderse la actitud hacia la pena de muerte que se ha afirmado cada vez más en la enseñanza de los pastores y en la sensibilidad del pueblo de Dios. En efecto, si de hecho la situación política y social del pasado hacía de la pena de la muerte un instrumento aceptable para la tutela del bien común, hoy es cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera luego de haber cometido crimines muy graves. Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, han dado lugar a una nueva conciencia que reconoce la inadmisibilidad de la pena de muerte y por lo tanto pide su abolición.

3. En este desarrollo, es de gran importancia la enseñanza de la Carta Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II. El Santo Padre enumeraba entre los signos de esperanza de una nueva civilización de la vida «laaversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte,incluso como instrumento de “legítima defensa” social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse».[3] La enseñanza de Evangelium vitae fue recogida más tarde en la editio typica del Catecismo de la Iglesia Católica. En este, la pena de muerte no se presenta como una pena proporcional a la gravedad del delito, sino que se justifica solo si fuera «el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas», aunque si de hecho «los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos» (n. 2267).

4. Juan Pablo II también intervino en otras ocasiones contra la pena de muerte, apelando tanto al respeto de la dignidad de la persona como a los medios que la sociedad actual posee para defenderse del criminal. Así, en el Mensaje navideño de 1998, auguraba «en el mundo el consenso sobre medidas urgentes y adecuadas… para desterrar la pena de muerte».[4] Un mes después, en los Estados Unidos, repitió: «Un signo de esperanza es elreconocimiento cada vez mayor de que nunca hay que negar la dignidad de la vida humana, ni siquiera a alguien que haya hecho un gran mal. La sociedad moderna posee los medios para protegerse, sin negar definitivamente a los criminales la posibilidad de enmendarse. Renuevo el llamamiento que hice recientemente, en Navidad, para que se decida abolir la pena de muerte, que es cruel e innecesaria». [5]

5. El impulso de comprometerse con la abolición de la pena de muerte continuó con los sucesivos Pontífices. Benedicto XVI llamaba «la atención de los responsables de la sociedad sobre la necesidad de hacer todo lo posible para llegar a la eliminación de la pena capital». [6] Y luego auguraba a un grupo de fieles que «sus deliberaciones puedan alentar iniciativas políticas y legislativas, promovidas en un número cada vez mayor de países, para eliminar la pena de muerte y continuar los progresos sustanciales realizados para adecuar el derecho penal tanto a las necesidades de la dignidad humana de los prisioneros como al mantenimiento efectivo del orden público». [7]

6. En esta misma perspectiva, el Papa Francisco reiteró que «hoy día la pena de muerte es inadmisible, por cuanto grave haya sido el delito del condenado».[8] La pena de muerte, independientemente de las modalidades de ejecución, «implica un trato cruel, inhumano y degradante».[9] Debe también ser rechazada «en razón de la defectiva selectividad del sistema penal y frente a la posibilidad del error judicial».[10] Es en este sentido en el que el Papa Francisco ha pedido una revisión de la formulación del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la pena de muerte, de modo que se afirme que «por muy grave que haya sido el crimen, la pena de muerte es inadmisible porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona».[11]

7. La nueva redacción del n. 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica, aprobado por el Papa Francisco, se sitúa en continuidad con el Magisterio precedente, llevando adelante un desarrollo coherente de la doctrina católica.[12] El nuevo texto, siguiendo los pasos de la enseñanza de Juan Pablo II en Evangelium vitae, afirma que la supresión de la vida de un criminal como castigo por un delito es inadmisible porque atenta contra la dignidad de la persona, dignidad que no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. A esta conclusión se llega también teniendo en cuenta la nueva comprensión de las sanciones penales aplicadas por el Estado moderno, que deben estar orientadas ante todo a la rehabilitación y la reinserción social del criminal. Finalmente, dado que la sociedad actual tiene sistemas de detención más eficaces, la pena de muerte es innecesaria para la protección de la vida de personas inocentes. Ciertamente, queda en pie el deber de la autoridad pública de defender la vida de los ciudadanos, como ha sido siempre enseñado por el Magisterio y como lo confirma el Catecismo de la Iglesia Católica en los números 2265 y 2266.

8. Todo esto muestra que la nueva formulación del n. 2267 del Catecismo expresa un auténtico desarrollo de la doctrina que no está en contradicción con las enseñanzas anteriores del Magisterio. De hecho, estos pueden ser explicados a la luz de la responsabilidad primaria de la autoridad pública de tutelar el bien común, en un contexto social en el cual las sanciones penales se entendían de manera diferente y acontecían en un ambiente en el cual era más difícil garantizar que el criminal no pudiera reiterar su crimen.

9. En la nueva redacción se agrega que la conciencia de la inadmisibilidad de la pena de muerte ha crecido «a la luz del Evangelio».[13] El Evangelio, en efecto, ayuda a comprender mejor el orden de la Creación que el Hijo de Dios ha asumido, purificado y llevado a plenitud. Nos invita también a la misericordia y a la paciencia del Señor que da tiempo a todos para convertirse.

10. La nueva formulación del n. 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica quiere ser un impulso para un compromiso firme, incluso a través de un diálogo respetuoso con las autoridades políticas, para que se favorezca una mentalidad que reconozca la dignidad de cada vida humana y se creen las condiciones que permitan eliminar hoy la institución jurídica de la pena de muerte ahí donde todavía está en vigor.

El Sumo Pontífice Francisco, en la audiencia concedida al infrascrito Secretario el 28 de junio de 2018, ha aprobado la presente Carta, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 13 de junio de 2018, y ha ordenado su publicación.

Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 1º de agosto de 2018, Memoria de San Alfonso María de Ligorio.

Luis F. Card. Ladaria, S.I.
Prefecto

+ Giacomo Morandi
Arzobispo titular de Cerveteri
Secretario

_____________________________

[1] Cf. Francisco, Discurso del Santo Padre Francisco con motivo del XXV Aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica (11 de octubre de 2017): L’Osservatore Romano (13 de octubre de 2017), 4.
[2] Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 de marzo de 1995), n. 9: AAS 87 (1995), 411.
[3] Ibíd., n. 27: AAS 87 (1995), 432.
[4] Juan Pablo II, Mensaje Urbi et Orbi de Navidad (25 de diciembre de 1998), n. 5: Insegnamenti XXI, 2 (1998), 1348.
[5] Id., Homilía en el Trans World Dome de St. Louis (27 de enero de 1999): Insegnamenti XXII, 1 (1999), 269; cf. Homilía durante la Misa en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en Ciudad de México (23 de enero de 1999): «Renuevo el llamamiento que hice recientemente, en Navidad, para que se decida abolir la pena de muerte, que es cruel e innecesaria»: Insegnamenti XXII, 1 (1990), 123.
[6] Benedicto XVI, Exhort. Ap. postsinodal Africae munus (19 de noviembre de 2011), n. 83: AAS 104 (2012), 276.
[7] Id., Audiencia general (30 de noviembre de 2011): Insegnamenti VII, 2 (2011), 813.
[8] Francisco, Carta al Presidente de la Comisión internacional contra la pena di muerte (20 de marzo de 2015): L’Osservatore Romano (20-21 de marzo de 2015), 7.
[9] Ibíd.
[10] Ibíd.
[11] Francisco, Discurso del Santo Padre Francisco con motivo del XXV Aniversario dela Catecismo de la Iglesia Católica (11 de octubre de 2017): L’Osservatore Romano (13 de octubre 2017), 5.
[12] Cf. Vincenzo di Lérins, Commonitorium, cap. 23: PL 50, 667-669. En referencia a la pena de muerte, tratando acerca de las especificaciones de los preceptos del decálogo, la Pontificia Comisión Bíblica ha hablado de “afinamiento” de las posiciones morales de la Iglesia: «Con el curso de la historia y el desarrollo de la civilización, la Iglesia ha afinado también las propias posiciones morales con respecto a la pena de muerte y a la guerra en nombre de un culto a la vida humana que ella alimenta sin cesar meditando la Escritura y que toma siempre más color de un absoluto. Lo que está debajo de estas posiciones aparentemente radicales es siempre la misma noción antropológica de base: la dignidad fundamental del hombre creado a imagen de Dios» (Biblia y moral. Raíces bíblicas del comportamiento cristiano, 2008, n. 98).
[13] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, n. 4.

[01210-ES.01] [Texto original: Italiano]

FUENTE:

http://press.vatican.va/content/salastampa/it/bollettino/pubblico/2018/08/02/0556/01210.html#letteraes


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EL CRISTIANO ENVIADO COMO TESTIGO (Martyría)

EL CRISTIANO ENVIADO COMO TESTIGO (Martyría)
Hay palabras muy propias del vocabulario cristiano primitivo. Son palabras de familia. Términos antiguos, que conservan su valor, su significado pleno, y son hoy profundamente sugerentes.
Algunas de estas palabras, al menos en su contenido, provienen del mismo Jesús, como diakonía, martyría, y también koinonía, que fue una fuerte y viva realidad de la comunidad primitiva. La leiturguía nace de la Iglesia, que ora y que celebra a su Señor.

Son cuatro rasgos permanentes de la Iglesia, grabados por el Espíritu.Constituyen la extraordinaria originalidad de la Iglesia, que provoca nuestra fidelidad a ellas, abandonando, tal vez, otros caminos, y piden nuestra respuesta decidida, más audaz y alegre. Son cuatro tareas, que aseguran el futuro de la Iglesia, y, por eso, también el futuro mundo.
El futuro de la Iglesia porque las alienta el Espíritu, como decía, y el Espíritu con su aliento y empuje es el alma de la Iglesia.
En realidad hay poco que desvelar, porque os suena la palabra mártir. En la traducción griega del arameo de Jesús, Él les dijo a los Apóstoles: Vosotros seréis mártires míos (Cf Hch 1,8). Es decir: “Seréis mis testigos”.
La Iglesia de Jesús es esencialmente mártir. La martyría es el testimonio que nace de la Iglesia, y es Ella. El testimonio es el encargo recibido del Señor, como Él lo recibió del Padre, como él fue enviado por el Padre. La Iglesia es testigo. No puede ser de otra manera. Jesucristo ha hecho a la Iglesia su boca, su voz, que hoy se puede escuchar, como ha hecho que la Iglesia sea sus manos y pies que pasan haciendo el bien. La Iglesia buena Samaritana.

“Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando” (Plegaria Vb).
La martyría exige la koinonía para ser genuina, y se manifiesta y tiene el contraste de calidad en la diakonía necesaria, sendero obligado del testigo, y nace de la leiturguía y a ella conduce.


I. Jesucristo, Testigo fiel
Jesucristo es Testigo. De modo que nosotros somos testigos del Testigo.
Todo el ser y la misión de la Iglesia, en todos los tiempos, en todos los órdenes, hace referencia necesaria a Jesucristo. Así ha de ser. La Iglesia prolonga a Cristo en la historia y en la geografía, “hasta que Él vuelva”. “El que a vosotros oye, a Mí me oye. El que a vosotros acoge, a Mí me acoge”. La Iglesia es réplica viva, cierto que limitada, de Cristo, el Señor. Si Jesucristo fue testigo, la Iglesia es hoy testigo.

Y Jesús fue testigo. Jesús dio testimonio. Jesús fue de verdad mártir. La Iglesia, por eso es testigo, testigo del Testigo. Da testimonio del que dio testimonio.

1.- Escuchemos los textos
a) El libro del Apocalipsis escribe, como pórtico de sus páginas, esta afirmación. Dios envió su Ángel para dar a conocer la revelación (el Apocalipsis) de Jesucristo a su siervo Juan: “el cual ha atestiguado la Palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo: todo lo que vio” (Ap 1,2). Porque Jesucristo fue testigo.

b) Dos veces, en el mismo Apocalipsis, a Jesucristo le da el título de “el Testigo fiel”. Juan saluda a las siete Iglesias de Asia deseándoles “la gracia y la paz... de parte de Jesucristo, el Testigo fiel” (Ap 1,5). En el capítulo 3 escribe al Ángel de la Iglesia de Laodicea: “Así habla el Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de la creación de Dios” (3,14). Así queda consagrada esta afirmación del Apocalipsis, que da a Jesucristo este título verdadero.

c) Es más, Jesús se presenta a sí mismo como testigo y da, a la vez, la correcta definición del testigo. Testigo es el que ve o el que oye. El Señor le pregunta extrañado a Nicodemo: “Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas? En verdad, en verdad te digo, nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio” (Jn 3,11-12). Y, dos líneas más abajo, Jesús da el testimonio inaudito y verdadero de que Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único, porque Dios quiere que los hombres vivan con vida eterna (Cf. Jn 3,16-18).

d) El cuarto dato se ofrece en un momento crucial: Jesús ante Pilato. Este es el diálogo que conocemos. Pregunta Pilato: “¿Luego tú eres Rey?” Esta es la contestación de Jesús: “Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la Verdad” (Jn 18,37). Es decir, Jesús no sólo da testimonio, sino que ha nacido y ha venido para dar testimonio de la Verdad. Ser testigo pertenece, por eso, a su misión.
Este último testimonio de Jesús le impresionó a S. Pablo y se lo recuerda, cuando le escribe a Timoteo (1Tim 6,13). “Te recomiendo en la presencia de Dios que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo que, ante Pilato, rindió tan solemne testimonio”.

2. Rasgos significativos del testigo
Pero releyendo el Evangelio, Jesús ofrece también detalles significativos de lo que supone el testimonio:

a) En primer lugar el mensaje, es de tal valor que el testigo no lo crea, no lo inventa, no lo falsea ni lo adultera. El testigo es fiel a lo que ha oído. Eso mismo dice Jesús. “Mis palabras no son mías. Lo que he oído al Padre os lo digo” (Cf. Jn 3,34;14,10).
Y a la Iglesia le dirá repetidas veces: Decid en las plazas lo que habéis oído en secreto. Id por el mundo entero, anunciad mi mensaje y no otro, porque no hay otro Evangelio. La Iglesia, por eso, vive de la memoria de ese mandato y de ese mensaje. La Iglesia es testigo por su memoria. “El que a vosotros oye, a mí oye” (Lc 10,16).

b) En segundo lugar: El testigo repite lo que ve (Jn 8,38). Uno es testigo de lo que oye pero también de lo que palpa y toca, de lo que ve. Jesús hace lo que ve hacer al Padre (Cf Jn 5,19).
Igualmente Jesús le dirá a la Iglesia que no haga otra cosa fuera de lo que en Él ha visto. Es decir anunciar su vida, curar a los hombres, amar, dar la vida (1Jn 1,1).

c) Damos un paso más. La persona misma es testimonio. Jesús es el testigo extraordinario del Padre, porque es su imagen (Jn 14,19). A los cristianos les gustaba llamar a Cristo “icono” del Padre (Col 1,15; 2Cor 4,4). Y sabemos que nosotros, la Iglesia, estamos predestinados a ser imagen de Cristo (Rom 8,29). Hacer ver a Cristo, en bella y cierta expresión del Papa.

3. Actitudes del testigo
Para completar el perfil del testigo dejo constancia de cuatro actitudes.

- Resalta con fuerza la fidelidad. Testigo fiel es Jesús, y así se le llama repetidamente. Esto nos
supone no caer en múltiples tentaciones que han sobrevenido a la Iglesia, como han sido falsear el mensaje, recortarlo, venderlo, o rebajarlo. Lo ofrece gratis, de balde (Cf. Mt 10,8; Is 55,1; 1Pe 5,2) Porque no basta con ver u oír, hay que transmitir con fidelidad lo visto y oído.
En la moral bíblica se repite la escrupulosa exigencia de veracidad en los testigos. La normativa viene desde el Éxodo 20,16; 23,1; Dt 5,20, y pertenece al decálogo. En Dt 19,16-19, al falso testimonio se le califica de maldad indecible. Y sobre todo son abundantes las prescripciones en los Proverbios: 6, 19; 12,17; 14,25;19,9.
En nuestro caso el testigo se debe al mensaje y le debe fidelidad hasta la muerte. Jesús fue fiel hasta la muerte, fue mártir. A veces el testigo experimenta la tragedia del rechazo, ¿quién nos da crédito? (Cf. Rom 10, 14-17; 10,16; Is 53,1). Rechazo hasta violento y entonces será “mártir”. Es morir por ser testigo.
Hemos de detenernos en esta actitud necesaria del testigo insobornable. No es carrera de éxitos humanos ser testigo. El valor de lo que testifica es de tal importancia que exige coraje al testigo hasta superar el hambre o la sed, o las asechanzas, la muerte, y las soporta. Hay que leer así la historia entera del Señor y la historia de los primeros testigos. Tu testigo, Esteban, dice S. Pablo (Hch 22,20; Cf Ap 6,9; 17,6). Es un ejemplo el capítulo 11 de la segunda carta a los Corintios.
Por eso la audacia, el coraje, la valentía, la intrepidez, la fidelidad, es propia del testigo de Jesucristo, como fue Él. Todo esto ocurrió en Jesús.

- El testigo del Testigo, por otra parte, es pobre. No soy la Palabra, soy la voz, decía el Bautista. No es la luz, sino la aurora que la precede. El mensaje tampoco es del testigo. Lo suyo propio es la voz y la vida que se impregna del mensaje y le da una autoridad convincente. Es su pobreza parecida a la de la luna, en una imagen querida en la antigüedad. Se la llama el “misterio” de la luna, no por lo que tiene de cambiante, sino porque carece de luz propia y cada noche ofrece a la tierra la luz que recibe del sol. Y así se aplica a la Iglesia, que siempre refiere a Jesucristo.

- El testigo, como Jesús, pone sonidos claros, y acerca el mensaje, con términos inteligibles. S. Pablo dice que lo contrario sería hablar al viento (Cf. 1Cor 14,9).

- Por último el testigo recuerda bien. En su interior vuelve a escuchar y a ver. Una experiencia que vivieron los primeros testigos es que fueron recordando, como más tarde diré. El Espíritu os hará recordar. Recordar y entender (Cf. Juan 14,26). Entender y proclamar: ¡Era verdad! La Iglesia hoy es testigo no por haber visto, escuchado o comido con el Señor en su vida terrena, sino, porque si el Señor vive, se lo encuentra, porque sabe que la acompaña y porque tiene memoria de Jesucristo. La memoria fiel engendra experiencia contrastada en la vida. Habría que leer las páginas espléndidas de S. Agustín sobre la memoria en sus Confesiones.

4. Comenzó la cadena de testigos de Jesús.
Y de este Testigo, Jesucristo, tenemos una impresionante lista de testimonios y de testigos.
La encabeza Dios Padre. Su testimonio es reiterado y claro, pronunciado en público, en momentos claves. Es escueto. Se refiere a Jesucristo. “Es mi Hijo amado, en Él me complazco”, dice el Padre. Y se refiere a nosotros: “¡Escuchadlo!”. Escuchadlo, hombres de todos los tiempos. “Lo he glorificado y lo glorificaré”, se oyó como un trueno (Cf Jn 12, 28-30).
El mismo Jesús apela al testimonio del Padre. Un testigo a su favor son las obras, que realiza. Otro testigo excepcional es el Padre (Cf Jn 8, 18).
Y será también el Espíritu quien sellará su vida con el cuño de la verdad, Él dará testimonio de Cristo y hará testigos, hará que la Iglesia recuerde lo que Jesús enseñó y la anudará en la fidelidad a su Señor.
Nadie ha recibido más altos testimonios. Y los Apóstoles llegarán a afirmar otro convencimiento suyo: Que todos los profetas dan testimonio de Él (Cf Hch 10, 43; Rom 1,2). Que el nombre de Cristo se lee entre las líneas de la Historia de la Salvación.
Y es cierto, el último y más grande de los profetas, el Bautista, le llamará a Jesús “el que ha visto a Dios, Cordero que quita el pecado del mundo, el que tiene el bieldo en su mano, el que será bautizado con el Espíritu y con fuego, al que él, Juan, no es digno ni de desatarle la correa de sus sandalias, el que tiene que crecer”.
Acababa de morir el Señor, y el testimonio le viene del mundo pagano. Y es también testigo de excepción. El Centurión que presidió la ejecución. No pudo negar lo que vio, no pudo contenerse sin afirmarlo: Es Hijo de Dios. Y nos dejó su testimonio sin que nadie se lo pidiera.
Y llegó el Espíritu. Ahora la Iglesia se hace testigo. Una expresión se va oyendo por Jerusalén y más lejos. “¡Somos testigos!” Testigos designados de antemano por Dios, nosotros que comimos y bebimos con Él después de resucitar. Testigos ante el pueblo (Hch 13,31; cfr Lc 24,48).
Somos testigos de que pasó haciendo el bien, Buen Samaritano, fue hombre acreditado por Dios, sentado a la derecha del Padre, el que tiene el mundo entero por tarima de sus pies, icono del Padre, Primogénito, Santo e inocente, Ungido de Dios, Jefe y Salvador, piedra angular. El que sostiene el mundo, que fue creado por El y para El, el Justo, Cordero sin mancha, Alfa y Omega, el que viene, ha venido y ha de venir, el hermano de los hombres, nuestra paz, el que amó hasta el extremo, de su amor nada ni nadie nos separará, Plenitud, Cabeza de la Iglesia y su Esposo, primero en todo, Pastor supremo, todo es basura ante Él, creador del hombre nuevo, somos hechura de Él, Nuevo Adán, maestro, amigo.
También nacido de mujer, uno de tantos, obediente hasta la muerte, no hizo alarde de ser igual a Dios, siendo rico se hizo pobre, esclavo. El que tiene el Nombre-sobre-todo-nombre. Por su sangre hemos recibido el perdón de los pecados, Salvador, Sumo Sacerdote, Fundador de la Nueva Alianza, Justicia y sabiduría de Dios. Resucitado. El que vive por los siglos de los siglos.
Es el Señor. El Amén. Señor y Mesías. Jesucristo es Señor. ¡Ven, Señor Jesús!
Este es el testimonio impresionante de la primera Iglesia. Está firmado con su sangre. Hoy se sigue escuchando. Es Buena Noticia.

II. La geografía y el tiempo
Del dato bíblico, venimos al tiempo y a la geografía. Así ocurrió desde el principio porque la Iglesia es para el mundo, como dije. Hay constancia en los Evangelios, y en las cartas con destinatarios de nombre propio, de Iglesias y ciudades.

1.- ¿A quién habla la Iglesia? ¿A quién dirige y ofrece hoy la Iglesia el testimonio que ha recibido y del que vive? ¿A qué juventud hablamos? ¿A qué familia? ¿A qué niños? ¿A qué hombres?

¿Qué pensamientos y preocupaciones ocupan a la mayor parte de personas a las que hemos de ofrecer el testimonio? ¿Por qué se mueven? Hay una lista de actitudes, que se repiten y algunas de ellas se introducen en nosotros mismos, en nuestras comunidades.

Hay datos manifiestos que producen honda preocupación. Basta con dejar constancia de unos términos que necesitarían un mayor desarrollo. Por ejemplo, el relativismo seriamente infiltrado, sobre el que en días pasados se ha llamado la atención. Se pierde el sentido de la verdad. Prevalece el tópico y el eslogan. El subjetivismo, sostenido como norma superior e inapelable de actuación. El racionalismo, como única fuente seria de conocimiento. El nihilismo, como futuro ciego de la historia. Se ha oscurecido el amplio horizonte de la trascendencia y así la vida queda ahogada sin pasar la montaña más cercana de lo temporal. La impresionantemente fuerte e insinuante corriente de la “nueva era”. Y otros más, como la primacía del bienestar. En nuestro interlocutor están presentes, como axiomas, estos enunciados.


Hablan, por eso, algunos de tiempo de verdadera y propia decadencia. “El dueño de la máquina se convierte en esclavo y la máquina se convierte en enemiga del hombre. La criatura se vuelve contra quien la ha creado: ¡singular réplica del pecado de Adán! La emancipación de las masas desemboca en el mar del terror de la guillotina... Al final de la vía por la que se nos ha encaminado con la revolución francesa está el nihilismo” (Bonhoffer, citado por Bruno Forte, página 121). Se habla también del siglo breve y hasta de uno de los más sanguinarios. Ya no es un mundo eurocéntrico. Hoy se vive en la “aldea global” y presiona por muchas partes la globalización. Y se han desintegrado los antiguos modelos de relaciones humanas” (B. Forte, página 122- 124) En Europa, dice el Papa, florece la desesperanza y la incertidumbre.
Se habla del hombre, de su engreimiento, y a la vez se fomenta la guerra y el genocidio y a muchos ni siquiera se le deja nacer.
La familia desestructurada de tantos modos, inhibida y débil, desprotegida. El mundo de los jóvenes sin horizontes ni motivaciones. Desconocen el camino de la Iglesia.
Así, la oferta del Evangelio interesa menos, se puede vivir sin Dios. A veces la comunidad no cae en la cuenta del momento y del cambio.

El porvenir está en manos de Dios. Y en las manos de los testigos, fuertes en la fe, seguros en la esperanza, ardientes en el servicio y en el amor, seguidores del Testigo fiel. Ellos, además, harán regenerar la calidad de la vida humana.
Por eso el nuestro es tiempo de gracia. Comenta S. Agustín: “Así es que tenemos más motivos para alegrarnos de vivir en este tiempo que para quejarnos de él" (miércoles XX). Es tiempo de testigos. Sabemos que el testimonio de las primeras comunidades perforó la dureza de la oposición, de la persecución. Lo que un testigo no puede tener es desesperanza y falta de amor al hombre. ¡Es posible presentar hoy el testimonio!

III. La martyría de la Iglesia.
La Iglesia vive de este testimonio, que ha recibido, lo sigue escuchando y lo vive. Resuena en su memoria la Palabra de Jesús. La acoge en esta época. La traduce en lengua viva. No la impone, pero Cristo le urge a proponerla. La Iglesia no se puede callar, ni puede acallar esa Palabra, esa Vida, que ha recibido para el mundo.

1.- Pero, ¿dónde nace el testimonio de la Iglesia?
De tres fuentes: Jesucristo, el Espíritu y la memoria.

1.1 Nace de Jesucristo, que le dio el encargo expreso, le pasó el testigo a la Iglesia. Por voluntad de Jesucristo nació y vive para evangelizar Su mandato dura y está resonando entre nosotros. Jesucristo, por otra parte, nos remite a otra fuente, al Padre. Porque siempre es “como el Padre me envió”. Si no evangeliza, la Iglesia se desvanece; carece de sentido, si deja de ser la voz de Cristo, enviado del Padre. Y el testimonio nace de Jesucristo, porque es también a quien hoy anuncia la Iglesia. De Cristo es testigo. De su vida entregada y de su mensaje liberador. El curso pasado, al comienzo, dentro del Plan Diocesano de Pastoral, escribí una carta con el título de “Seréis mis testigos”.
Hoy estamos usando el presente: “Somos testigos”. Debo subrayar que no sólo es necesario el testimonio personal, derecho y deber del bautizado (Cf. AA 3,15.17), sino que es, sobre todo, el testimonio eclesial y comunitario (Cf. AA 18). Y lo subrayo. La Iglesia entera está enviada a dar con arrojo, contra viento y marea, en todas horas y meridianos, a tiempo y a destiempo, el testimonio de su Señor Jesucristo. Un testimonio que es más inteligible, cuando es comunitario, se anuda a la vida y se expresa en ella.

1.2 Nace también del Espíritu, que, desde el principio hizo y hace testigos. “El vendrá y os hará testigos”. Testigos con el Espíritu (cfr Hch 1,8; 5,32). Eso ocurrió en Pentecostés. El testimonio verdadero exige la garantía del Espíritu, requiere espiritualidad. Quiero decir: El testimonio requiere encuentro personal, cercanía, relación personal con Jesucristo, de quien es testigo. Una relación que sólo el Espíritu hace posible y la garantiza.
Al testimonio precede también la escucha sosegada de la Palabra y la contemplación sin dioptrías del rostro de Cristo. La oración y la contemplación que propone nuestro Plan Diocesano con acierto. Cuando se escucha sin prejuicios la Palabra, con el alma de los sencillos (Cf. Mt 11,25), el corazón se calienta y arde, y empieza a ver, porque el corazón sin duda tiene ojos (cfr Ef 1,18; 4,18; Mc 3,5, ceguera del corazón). A continuación lo que surge y aflora es el testimonio, no la repetición memorística. Y también en este momento interviene el Espíritu (cfr Jn 14,26).
Para muchos, si no para todos, este encuentro, en el Espíritu, con el Señor, con su vida y con sus sentimientos, con su Palabra viva, provoca la necesidad de un conocimiento más hondo. Es decir, conduce a la teología, a la formación permanente. “Queremos conocer hoy al Señor” (cfr Jn 12,21). La experiencia y el encuentro conducen al deseo del conocimiento interno y perfecto del Señor, como pedía S. Pablo (Cf. Ef, 1,17). Y digo esto, porque muchos así lo han vivido.
En realidad, el camino inverso es igualmente verdadero, porque sólo tiene categoría de buen teólogo el que en la reflexión se encuentra con Dios, se convierte en el hombre de la experiencia y del Espíritu, y en su propia vida contrasta que la reflexión se hace experiencia. El encuentro con Jesucristo genera hambre de Él. El estudio serio de Jesucristo termina en la experiencia de Él.
La experiencia del testigo no es sentimental o intimista, no es reduccionista o disgregadora, sino que crea hambre de conocer al Señor, y somete la experiencia al contraste de la Palabra, como recuerda la Fides et Ratio, con la comunidad, con la vida. La oración y el estudio sencillo, paciente, constante de la Palabra lleva a esa experiencia. La teología es maestra de espiritualidad.

2.3 El testimonio, también nace de la memoria, de la memoria de Dios y de Jesucristo, recordados en la Iglesia. Me refiero a la memoria que tenemos de Jesucristo.
Dios tiene memoria. Lo recojo en unas líneas. Dios tiene memoria. Es emocionante la oración de Moisés, cuando intercede por el pueblo, después del increíble becerro de oro. “¡Acuérdate de Abrahán, de Isaac, de Jacob!”, le pide a Dios (cfr Dt 9,27). “Dios se acordó”, rezan los salmistas (cfr 9,13; 78,39; 98,3; 103,14; cfr Is 49,1; Hab 3,2-4). Es larga la enumeración. Un salmista le pregunta a Dios con audacia: “¿Hasta cuando seguirás olvidándome?” (cfr Sal 13,2). La misma Virgen María se goza, porque Dios se está acordando de su misericordia (cfr Lc 1,54). En nuestra liturgia es frecuente la oración que se expresa en “acuérdate”. Acuérdate de los que han muerto, decimos al “memento”.

La Iglesia de hoy no ha visto al Señor en carne, como decía S. Pablo. Tampoco Timoteo conoció en carne a Jesucristo, y, sin embargo, S. Pablo le insiste en que recuerde a Jesucristo, de quien es testigo. Jesús llamó felices a los que creerán en Él sin haberlo visto (Cf. 1Pe 1,8). La Iglesia ha guardado y guarda la memoria del Señor, que le han trasmitido quienes lo vieron. Los que lo palparon y comieron con Él. La Iglesia es testigo de esa memoria permanente del Señor. Hacer viva esa memoria no es hablar de memoria, porque en su vida, la Iglesia experimenta la verdad de lo que le entregaron, para repetirlo incansablemente y en todas las lenguas.
Toda la historia de la salvación es una historia guardada en la memoria de unos libros santos escritos o de una tradición viva garantizada. En esto radica el testimonio. Es testigo de lo que ha recibido y lo va guardando a lo largo de los años.
Jesús dirá que en cada Eucaristía lo nombremos, lo recordemos en su entrega cruenta para el perdón de los pecados, que hace nacer un hombre nuevo, y que se está realizando mientras lo celebramos.
Y Él dirá que vendrá el Espíritu para que nos recuerde lo que Él nos dijo. De esta memoria nace también el testimonio de la Iglesia y lo expresa en la fidelidad a lo que ha recibido y que hoy posee. Y ha sentido en su carne la verdad y el poder de este testimonio.
La memoria, como decía, no es repetición memorística. Cristo actualiza lo recordado. Para nosotros no es lo mismo recordar una fecha o un personaje, que hacer memoria de Jesús que vive. Recordar la alianza que aconteció, es estar viviéndola ahora: “Es Cristo quien bautiza”. Ahora lo estamos celebrando. Celebrarla es la respuesta adecuada. Celebrarla con el gozo de quien sabe que está presente y actuando en nuestro favor Aquel a quien recordamos. Esto es, sobre todo y de modo eminente, la Eucaristía. Por eso el pueblo responde a una voz y con fuerza: “¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. Ven, Señor Jesús”! La memoria se hace testimonio y anuncio convencido y camino de esperanza. Esta es la leiturguía.

2.- Qué anunciamos, de qué damos testimonio
Como consecuencia primera: El testimonio cristiano tiene como tarea prioritaria hablar de Jesucristo, el enviado del Padre. No tenemos otro encargo. La Persona y el mensaje de Jesús nos superan. Se llamaban los Apóstoles servidores de este mensaje. No tenemos otra palabra. A Cristo crucificado, anunciaba Pablo a los estibadores de Corinto. Cristo hoy, Cristo ayer, Cristo siempre. ¡Jesucristo, Buena Noticia!

Segunda. No sólo hablamos de Cristo y de Dios, sino también de su soberanía y señorío. Con nuestro testimonio tratamos de volver al primado de Dios. Sin reticencias afirma nuestro testimonio que el primado absoluto y el juicio definitivo no compete a los poderes de la tierra, ni a los principados y potestades. Y esto es bueno para el hombre y es la fuente de su libertad. El que no sirve a Dios, se hace esclavo del dinero, del poder, y además hace esclavos. Compete a Jesucristo, como cantamos con entusiasmo también con los primeros cristianos. “¡Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor!”

Tercera. Si es así la martyría, el testimonio que ofrece la Iglesia, de ninguna manera es huída del mundo y alejamiento de él.
El haber contemplado y contemplar a Cristo resucitado, Primogénito de muchos hermanos, Plenitud de Dios, -“Señor” le llamaban los cristianos, que tiene un “Nombre-sobre-todo-nombre”-, de ningún modo aleja de los hombres ni se convierte en opio adormecedor de la solidaridad y responsabilidad. El testimonio se une de este modo con la diaconía.
El testigo conquistado por Cristo, apasionado por la Verdad de Cristo testimonia a Cristo verdad, libertad, camino, salvación y vida del mundo. Y lo hace de cerca, como Él lo hizo, saliendo a los caminos, mezclado entre la gente, recorriendo las sendas del dolor, cargándose la basura de los hombres. Sin amor al hombre, no hay testigo. Al testigo lo hace el amor a Cristo, y el amor y la solidaridad con las gentes con quienes convive. Anunciar a Cristo es un modo extraordinario de amar (EN). El que da rodeos no anuncia a Jesucristo.

En cuarto lugar y, como resumen, os digo que es tiempo de testigos, porque el testimonio lo dan los testigos. El testimoniado, el mensaje y los testigos. Volvemos a hablar de ellos. El Señor los describe sin alforjas, ni tarjetas de crédito, sin bastón de apoyo. El testimonio primero y más claro lo da la vida del testigo.
¿Qué os faltó cuando os envié? Les hará recordar el Señor (cfr Lc 22,35). Os propongo una especie de decálogo del testigo, sacado de las páginas de los testigos de los primeros tiempos, y sumado a las indicaciones que anteriormente he consignado.


1. Al testigo lo hace, en primer lugar, el amor. El amor a Cristo y, al mismo tiempo en El y con El, el amor a los hombres. Un amor que se expresa en la pérdida a veces, de bienes, de comodidades, seguridades, posesiones, en el rechazo familiar y social. No hay anuncio verdadero sin riesgo (Gal 5,1). Hasta dar la vida, que es la expresión máxima del amor, como dijo Jesús, que, por eso, fue mártir. Y como dirá S. Cipriano: “No son los mártires los que hacen el Evangelio, sino el Evangelio el que hace los mártires” (Epístola 27, 3.3, cfr Fischela, Jesús, profeta del Padre, página 240................VER). El Evangelio siempre ha hecho testigos, que se juegan la vida.

2. La fe. Sin fe no hay testigo. Cree lo que lees, se le dice al Diácono al entregarle el Evangelio. En otras palabras, comentaba S. Pablo: “Me lo he creído y por eso te hablo” (Cf. 2Cor 4,13), cuando creer es también pegar mi vida a la vida de Cristo y fiarme de Él.

3. Los testigos de Jesús no suelen llevar vestido de repuesto, pero van investidos de valentía y audacia, de ilusión. Jesús habla de fuego y ardor y de que al testigo, a veces, le aguarda el ser suprimido (Cf. Mt 10,16-25). Así comenzaron a caminar los testigos. La cárcel no los calló. Es más, las palizas por el Evangelio se convertían en alegría. “Salían contentos del Sanedrín”. Anunciar el Evangelio con el testimonio de la voz y de la vida era un “valor”, que superaba cualquier precio. Era un don. Es admirable cómo posteriormente recordarán que les confiscaban los bienes, los perseguían. Este era el temple de los testigos. S. Pedro invita, incluso, a dar gracias, porque les cuesta ser cristianos, aunque todavía no han llegado a la sangre (Cf. 1Pe, 1, 6- 7; 3,13-17; 4, 12-19).

4. Testigos con alegría. Quiero destacar la alegría. Perdonad si os digo que nuestros rostros no reflejan siempre la alegría que nace espontánea de la fe. La fe es un surtidor de alegría. Una buena noticia no se ofrece o se da sin alegría profunda y permanente. Os invito a escuchar este texto: “Conservemos el fervor del Espíritu. Conservemos la alegría reconfortante de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo –como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia- con un ímpetu interior que nada ni nadie sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo actual –que busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda así recibir la Buena Noticia, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo”. El texto es de Pablo VI. El lugar la EN, nº 80

5. El verdadero testigo tiene conciencia permanente de que su valor está en la presencia y la cercanía de quien le envía. “Estoy con vosotros”. “El que me envía está conmigo”. Y muchas veces tendrá que sufrir la tragedia de que no le hacen caso ni interesa su testimonio, y además, la tragedia de llegar a acabar en la guillotina o en cualquier patíbulo. Esto se ha repetido en la Iglesia. Y se ha repetido en nuestros días (Cf. Francisco Alleu: Me matáis porque soy católico). Tiene la certeza de que no es él quien defiende a Cristo, sino que es de Cristo de quien recibe la fuerza.

6. Al verdadero testigo le puede la pasión por la verdad. La verdad de Dios, la verdad de Jesucristo y su mensaje, la verdad del hombre. Porque puede más la verdad que cualquier poder humano. El testigo de Jesucristo siempre antepone la verdad al poder. El poder pasa, la verdad dura. La verdad da libertad, la Verdad es Jesucristo, que nació para ser testigo de la Verdad.

7. Por eso, para el hombre de hoy, con su cúmulo de temores y aspiraciones, de eslóganes y de esclavitudes, de horizontes recortados, el testigo afirma que en Cristo está la esperanza que no defrauda, en Cristo está la verdad limpia del hombre. Con una afirmación impresionante dirá el Concilio que Cristo explica el hombre al hombre (BUSCAR.. GetS)

8. Es más. Nuestra pretensión no es triunfalista ni fundamentalista. Pero nos vemos forzados a testimoniar que en el cristianismo el mundo tiene asegurado el futuro, como dije al comienzo de esta charla. Este es el encargo que Jesús dejó a los Apóstoles y a los testigos de todos los tiempos. Decir cristianismo es afirmar el seguimiento de Jesús, es vivir la comunión fraterna, y es el permanente servicio de la caridad. Son los otros semblantes de la Iglesia, que encarna y encara el futuro de la humanidad..

9. Como el testigo depende del Espíritu, he de decir que no hay verdadero testimonio sin sentido de pertenencia a la Iglesia. Es verdad que Jesús reprenderá al círculo de sus Apóstoles y discípulos cuando alguien pretenda controlar su gracia y el poder del Espíritu (cf Lc 19,49). Como es verdad que S. Pablo siente alegría de que Cristo sea anunciado, aunque sea por rivalidad o envidia (Cf. Fil 1,18).
Pero el testigo verdadero nace de la comunión. Vive la Koinonía. No hay testimonio verdadero, si no es eclesial. De la discordia no se origina el testimonio cristiano. Vuelvo a citar a S. Cipriano. Es muy ilustrativo un texto contundente suyo, que podemos aplicar al testigo. El afirma que sin pertenencia a la Iglesia no hay martirio... “No poseen a Dios quienes rechazaron el amor en la Iglesia de Dios. Y aunque sean arrojados al fuego o echados como pasto a las fieras, su muerte no será una corona, sino un castigo por su perfidia; no el final triunfante de un atleta cristiano, sino la perdición del desesperado. Podrán dar su vida, pero no serán coronados” (S. Cipriano, De Catholicae Ecclesiae úntate, 14.- Fisichela página 240). En el testigo se unen fuertemente: verdad, amor, testimonio y pertenencia a la Iglesia.


10. La coherencia, otra cara de la fidelidad. Una última consecuencia es que a las palabras del testimonio precede y acompaña la vida, la coherencia de la vida. Jesús solía emplazar a la vida. “Haz esto y vivirás”. “Haz tú de igual modo”, dijo al maestro que preguntaba por su prójimo. Coged la jofaina y poneos a lavar los pies y seréis felices. “Hacer y decir”, es el orden de los verbos en el Evangelio. Jesús, el testigo fiel, primero perdonaba y luego hablaba de perdón. Primero fue pobre y luego ofreció la libertad que da la pobreza. Primero rezó y luego enseñó a rezar.
Estamos en el punto crucial del testimonio cristiano. “Hablar tal vez menos y hacer más. Nos sobran palabras y nos faltan hechos”. Es bochornoso escuchar de Jesús: “Haced lo que dicen, pero no hagáis lo que hacen”. Y es también dolorosa la afirmación del Concilio Vaticano II: La incoherencia en la vida es uno de los pecados graves de los creyentes (GetS, 43).

Te hablo del gozo de dar, porque yo lo tengo cuando doy. Te digo que es verdad lo de la otra mejilla, porque a mí me ha ocurrido. Esta ha sido la vida de los santos, los mayores testigos de que es verdad liberadora la persona, la vida y la enseñanza de Jesús. En ellos fue verdad y lo atestiguan. Son los santos cuyas imágenes nos dan luz en la exposición. Es la santidad a la que hoy nos llama el Papa (NMI, 30-31).


Orihuela, 14, octubre, 2003


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LA KOINONIA O COMUNIDAD ECLESIAL

LA KOINONIA O COMUNIDAD ECLESIAL

Kerigma, Catequesis, Catecumenado, Catequista, Liturgia, Mistagogia, Koinonía, son palabras de origen griego cuyos significados proceden del hebreo y del arameo, idiomas que hablaron Jesús y los Apóstoles; que tienen íntima relación con sus correspondientes en latín, idioma que hablaban los primeros cristianos, y con el vocabulario castellano de la evangelización y de la catequesis que empleamos los catequistas. Son palabras clásicas que la catequética emplea en sus investigaciones y que debemos conocer los educadores en la fe. Ya nos hemos familiarizado con estos vocablos a lo largo del proceso de formación, pero antes de la etapa final, es necesario profundizar en el sentido de la KOINONIA.

➧1. La koinonía en los primeros días de la Iglesia.
El libro de los Hechos de los Apóstoles, en los capítulos II y IV, narra la vida de las primeras comunidades cristianas surgidas del paganismo y del judaísmo gracias al kerigma de los Apóstoles y educadas, luego, en la fe mediante la catequesis de los Satos Padres. San Lucas nos dice al respecto: Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y repartían el precio de la venta entre todos. (Hechos 2.42). La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos sus bienes porque todo era común entre ellos (Hech 4.32).
Con el correr de los días, esta espiritualidad de comunión fue perfilando en aquellos cristianos, el concepto teológico de Iglesia, es decir, de la comunidad de los convocados por Dios y hechos discípulos de Jesucristo por los sacramentos de iniciación. Desde entonces, en el lenguaje cristiano, la palabra "koinonía”= (comunidad=iglesia) designa no sólo la asamblea litúrgica (cf. 1 Co11, 18; 14, 19. 28. 34. 35), sino también la comunidad local (cf. 1 Co 1, 2; 16, 1), la comunidad universal de los creyentes (cf. 1 Co 15, 9; Ga 1,13; Flp 3, 6) y el espíritu que debe caracterizar a todos los discípulos de Jesucristo. Estas características son inseparables del hecho Iglesia. La Iglesia, en efecto, existe en las comunidades locales y se realiza como comunidad de fe, como comunidad litúrgica y como comunidad misionera (Cf CIC 752).

➧2. Creo en la comunión de los santos
El espíritu de koinonía en que vivieron los primeros cristianos fue definido por el primer Concilio Ecuménico de Constantinopla (año 325) como la “comunión de los bautizados”. Y los obispos que se reunieron en aquel Concilio, queriendo hacer un compendio de los misterios de la fe, redactaron el “Credo” y propusieron, como verdad de fe que todos debemos aceptar, la expresión: “Creo en la comunión de los santos”. Esta afirmación completa la anterior del Credo: “Creo en la santa iglesia católica”. Ambos artículos del Credo expresan el sentido de pertenencia y de fraternidad de los cristianos considerados como el pueblo de la Nueva Alianza. Recordemos que el pueblo de la Antigua Alianza celebraba su fe cantando el salmo 133, que ahora nosotros repetimos con el salmista: “¡Miren qué hermoso es que los hermanos vivamos unidos y en armonía”, “Me alegré cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor” (Salmo122). Ambos salmos manifiestan el espíritu comunitario que animaba, tanto la vida religiosa de Israel, como el que animó a las primeras comunidades cristianas y como el que debe animar ahora la vida de los discípulos de Jesucristo.

2. Koinonía sinónimo de comunidad
La comunión entre personas se logra con la presencia física y la participación activa de todos; así lo expresa el libro de Hechos: “los creyentes vivían unidos”. Sabían ellos que la koinonía es compromiso comunitario y certeza de que, en todas las circunstancias de la vida se puede contar con los amigos. Es lamentable que el espíritu de comunión y participación, característico de los primeros cristianos, sea hoy tan extraño entre los cristianos y que en la sociedad actual predomine el individualismo; que la expresión “Acción comunal” disocie en vez de asociar debido a los intereses egoístas de tantos y que hacer comunidad resulte algo extraño porque el individualismo y el anonimato se convirtieron en paradigmas de la cultura urbana.
Sin embargo, la expresión “los creyentes vivían unidos” continúa viva, no sólo en el libro de los Hechos, sino en los verdaderos discípulos de Cristo. “Vivir unidos”, es signo de la bendición divina que produce tantos y tan buenos resultados en las familias y en el pueblo, como signo distintivo de su identidad “para que el mundo crea” (Jn 17, 21) y la sociedad se pueda realizar en paz y armonía.
“Hacer koinonía” es hacer Iglesia, es practicar el amor comunitario, es pensar y sentir como el Maestro. Sabemos por la experiencia que la Iglesia no se siembra de arriba hacia abajo por decretos, ni se instala en un lugar como sucursal de una empresa; que tampoco es un supermercado a donde se va a comparar según las preferencias de cada uno, ni menos una estación de servicio para cumplir, a las carreras, con un precepto; la Iglesia tampoco es una organización, una ONG aunque su acción en la “diaconía” (servicio) se oriente en obras sociales; la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo que siendo UNO y ÚNICO tiene muchos miembros orgánicamente unidos.
La iglesia es koinonía, es comunidad que marcha hacia la construcción del Reino de Dios. En la iglesia, como en la familia, los hermanos no se escogen caprichosamente. Somos hermanos porque somos hijos de un mismo Padre, porque el Dios que nos engendró, nos convocó en familia y a los que convocó, los justificó, y a los que justificó los glorificó por la acción del Espíritu que nos integra a imagen de la Trinidad (cf Rom 8, 29).

➧3. Bases cristológicas de la koinonía
“Si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, mi Padre que está en el cielo se lo concederá. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,19-­‐20)
La koinonía en la Nueva Alianza la inició y la perfeccionó Jesús con sus discípulos desde cuando los eligió, los instruyó en los valores del Reino durante tres años, los formó para la misión y les envió al Espíritu Santo. San Juan quien, desde el capítulo primero de su evangelio nos habla de su vocación y de su formación en la escuela de Jesús, en los capítulos 15, 16 y 17, nos presenta la culminación de este proceso, con la alegoría de la vid y los sarmientos en el capítulo 15, y con el anuncio del Espíritu que lo guiará unido a sus compañeros hasta la verdad plena. En el capítulo 17 nos presenta los hechos realizados por Jesús la tarde anterior a su pasión: lava los pies a sus discípulos, ora por ellos para que sean UNO como lo son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y cumple lo que les había prometido: la institución de la Eucaristía, el Pan de vida. “El que coma de este pan permanece en mi y yo en él” (Jn 6, 56).
San Mateo, en el capitulo 16 de su evangelio, dice que la Iglesia debe ser en el mundo una “novedad” siempre actual a partir del reconocimiento de Jesucristo como el Hijo de Dios (16,13-­‐20). Para Mateo, no se trata de dar ideas sobre lo que es comunidad, ni de hacer planes sobre lo que deben ser y hacer las personas de una comunidad en el desempeño de la misión; lo que a Mato le interesa es precisar la visión que Jesús tiene sobre la Iglesia. La koinonía sólo puede realizarse con una visión cristológica: los seguidores de Jesús debemos vivir la fe en un Dios que es amor, misericordia, perdón, comunidad. Cuando Mateo reflexiona sobre la comunidad a la que él pertenece y para la que escribe su evangelio, ha experimentado las dificultades de la vida comunitaria. Por eso, les da normas en relación con el “servir” y el “compartir”. Para alcanzar estos objetivos, les señala el siguiente itinerario:

• Acoger a los pequeños. La koinonía que es respuesta a la iniciativa amorosa de Dios, acoge a los pequeños y en ellos, a Jesús colocándolo en el centro de su compromiso evangelizador y de su oración.

• Dejar la búsqueda de privilegios y preferencias por personas de alto rango social excluyendo a los humildes.

• Amar al hermano y corregir al que se equivoca, porque la Iglesia está formada por justos y pecadores, y por quienes son las dos cosas a la vez. El amor cristiano rechaza el “amiguismo” carente de caridad que sólo lleva a una coexistencia pacífica.

• Hacer presente a Jesús en medio de la comunidad. La presencia del Resucitado en la humanidad se inicia con la Encarnación, se prolonga en la Iglesia como signo visible del Reino y alcanza su culmen en la Pascua.

• La oración debe caracterizarse por el amor a Dios y a los hermanos sabiendo que sin la oración no puede haber koinonía.

• Disponibilidad para perdonar. El perdón libera al perdonado de su falta y al que perdona, de su rencor. Perdonar es característica de los discípulos de Jesús; negarse a hacerlo es negarse a merecer el perdón de Dios. La frase tan común: “yo perdono, pero no olvido” es lo más contrario a la koinonía.

• La Iglesia es koinonía de fe, de servicio y de fraternidad que busca vivir según los postulados de Jesús quien la propuso como la espiritualidad propia de sus discípulos. Sin esta espiritualidad, la Iglesia se queda en normas de conducta, se distorsiona en abusos de poder, vive según las categorías del mundo de los privilegios, ambiciona el poder y el tener y seguir a Cristo pero sin la cruz. Sin la espiritualidad de koinonía que se expresa en perdón, la comunidad desconoce la presencia de Jesús en medio de ella, deja de ser signo del Reino y se resiste a acogerlo.

3. Koinonía y desarrollo social, dos caras de la misma moneda
El anhelo de una “iglesia renovada”, desde el Concilio Vaticano II, sigue siendo el sueño de los católicos, quieren hacer de ella una auténtica koinonía. El apóstol san Pablo da a la palabra “comunidad” todo su sentido al vislumbrar en las comunidades por él fundadas la realización ecuménica y universal de la presencia del Reino de Dios en medio de los conflictos sociales. Ya desde su primera carta a los de Tesalónica, (3, 7-­‐13), San Pablo los felicita por el espíritu de esta comunidad por él fundada: “Que el Señor los llene y los haga rebosar de amor mutuo y hacia todos los demás”, les recuerda, así, la manera como deben vivir en espíritu de koinonía.
La comunidad cristiana de Tesalónica se había formado sobre un sistema de caridad que fomentaba el desarrollo social, religioso y económico. Pablo da gracias a Dios y los felicita porque las buenas relaciones entre ellos han producido buenos resultados y la situación económica de la comunidad ha mejorado, contribuyendo a la tranquilidad de todos (1 Tes 4, 9; 5, 12 ss).
Para Pablo, la koinonía imprime en los miembros de la comunidad un especial espíritu en lo laboral pues, para no depender de nadie hay que trabajar, producir y mejorar la “comunicación de bienes”. Cuando haya que apoyar a alguien hay que hacerlo, pero el mejor camino es la autogestión. De ahí que, con san Pablo, la Doctrina Social de la Iglesia, enseñe a “no dar el pescado a la población con necesidades básicas insatisfechas y a personas desempleadas y subempleadas, sino enseñarles a pescar”. Koinonía y trabajo son las dos caras de una misma moneda que se enriquecen mutuamente. En el capítulo tres de la segunda carta a los tesalonicenses, San Pablo pone una doble razón para la construcción de este proyecto: promover la dignidad de la persona frente al trabajo y la capacidad de vivir con lo propio, para no depender de nadie.

➧4. Una imagen dice más que mil palabras.
“Como tú Padre en mi y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Juan 17,20-­‐21).
La íntima comunión de Jesús con su Padre se proyecta en la vida comunitaria de sus discípulos. Jesús nunca aparece solitario en el Evangelio, ni como un superhombre dedicado a hacer maravillas. Desde su nacimiento aparece integrado en una familia que lo ayuda a crecer y desarrollarse en los valores de su cultura judía. Durante su vida apostólica lo vemos siempre actuando con este criterio. Al comenzar, llama y reúne discípulos, comparte con ellos su proyecto sobre el Reino, les demuestra su amor hasta la muerte y, al final, los envía a anunciar el evangelio, a enseñarlo y a hacer discípulos por todo el mundo. Para estos propósitos, Jesús no escogió a una elite con estudios superiores, con influencia y con poder; eligió a gente sencilla que atraída por su mensaje, lo siguió y con ellos formó una comunidad para que compartiera su misión salvadora (Mc 1,16-­‐20; 3, 14-­‐15). El lema o distintivo que el Maestro adoptó para su comunidad fue, SERVICIO, con la advertencia: “Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y el servidor de todos…El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí” (Mc 9,30-­‐37).
Pero, los discípulos no pensaban igual. Les interesaba saber quién tenía el poder, el prestigio, el mayor reconocimiento. Ésto suele sucedernos también a nosotros y, a partir de la enseñanza de Jesús, debemos encontrar la explicación a nuestras dificultades en la vida comunitaria: ¿quién tiene más poder, quién es de mejor familia, quién grita más fuerte, quien es el primero?
Al respecto, el documento de Aparecida nos dice: “El reto fundamental que afrontamos es mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos-­‐misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen por doquier, por desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con Jesucristo.” (DA 14). Del encuentro con Cristo brota la conversión, la comunión, la solidaridad y la misión en la que sus discípulos estamos empeñados.
Ya en la Exhortación Apostólica “La Iglesia en America” (año 1999) el Papa Juan Pablo II había desarrollado este tema que Aparecida amplió en el Capítulo 6 de su Documento dedicado a la formación de discípulos misioneros (DA 240 y ss).
Después de leer los numerales 240 a 275, preguntémonos, ¿Por qué el encuentro con Cristo Resucitado es tan fecundo? La respuesta es, porque nos introduce en la dinámica del amor trinitario: Dios es comunión de tres personas en mutua y permanente acogida y donación. El encuentro con Cristo acrecienta en nosotros la capacidad de abrirnos a los demás, de darnos generosamente y de acogernos unos a otros. El encuentro con Cristo nos abre a la comunión con los demás, dentro y fuera de la Iglesia.

➧5. Espiritualidad de comunión.
“La comunión es la manifestación del amor que surge del corazón del Padre y se derrama en nosotros a través del Espíritu de Jesús resucitado” (cf. Rom 5,5); la comunión hace de nosotros “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32)”. La koinonía, es ante todo un DON de Dios que debemos implorar y acoger individual y comunitariamente como lo expresó Jesús en su oración sacerdotal:
“Como tu, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21).
El camino de la comunidad pasa siempre cerca del hermano y sus necesidades. El catequista que hace de su vida un “servicio”, una diaconía, es el más grande en el Reino de Dios. No se trata de una actitud servil, sino del amor que conlleva preocupación, interés vigilante y atención solícita por el bien físico y espiritual de los demás. Se trata de servir al hermano en todas las circunstancias, así me caiga bien o mal. El discípulo de Jesús integra a los excluidos, está al lado de los pobres, de los marginados, comparte con cariño sus problemas, recibe a los necesitados (ver Mc 1,40-­‐45). De igual manera, la comunidad cristiana debe estar abierta para recibir al hermano o a la hermana ignorantes de Dios, al enfermo o al anciano.
La Iglesia en sus primeros años también vivió esta espiritualidad en pequeñas comunidades y tanto el libro de los Hechos, como los evangelios y las cartas de San Pablo nos describen el impacto que producía en el mundo pagano el testimonio de los primeros discípulos (ver Hech 2,42-­‐47; 4,32-­‐35). No por casualidad la renovación del Concilio Vaticano II se ha expresado en América Latina con el surgimiento de tantas Comunidades Eclesiales, particularmente en los sectores rurales y urbanos populares.
La cultura actual, sobre todo la urbana, no favorece la vida comunitaria. La búsqueda del dinero para obtener cosas que den prestigio y poder, y el consumismo con su apetito desordenado de tener, desarrollan el individualismo y la competencia entre las personas. Como Iglesia y como educadores en la fe, los catequistas ESPAC no somos inmunes a estas tentaciones. Sin embargo, en la medida en que logremos resistirlas y promover una auténtica vida comunitaria, seremos un poderoso signo evangelizador de la cultura egoísta de nuestro mundo. Para esto el Maestro oraba por nosotros diciendo : “Padre, te pido por ellos y por los que han de creer en mi por la palabra de ellos: que sean uno como Tú y yo somos Uno para que el mundo crea”.
De aquí que los documentos del magisterio en los últimos años hayan insistido tanto en el tema de la Comunión Eclesial. Por ejemplo, en su Carta Apostólica “Novo Millennio Ineunte” el Papa Juan Pablo II coloca la comunidad como la imagen clave de la nueva evangelización, cuando dice: “Otro aspecto importante en que será necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el ámbito de la Iglesia universal como de las iglesias particulares, es el de la comunión, que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia” (n.42). Tanta importancia da el Papa a este tema que a continuación agrega: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder a las esperanzas del mundo”.
Y para responder a este desafío, lo primero que el Papa señala es “promover una espiritualidad de comunión, como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas, los catequistas y los agentes de pastoral, y donde se construyen las familias y las comunidades” (n.43).

➧6. Cuatro rasgos característicos de la espiritualidad de comunión (Nº NMI 178):

1) “Una mirada del corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros”, que nos hace permanecer en el Señor, purificar nuestra capacidad de amar y contagiarnos del amor de Cristo, que acoge al otro sin tener en cuenta la diversidad.

2) “Sentir al hermano como un miembro vivo del Cuerpo Místico, y, por lo tanto, como alguien que me pertenece”. Tener una mirada de fe sobre la Iglesia, con sus luces y sus sombras.

3) “Capacidad de ver lo positivo en el otro para acogerlo y valorarlo como un regalo de Dios”. Se requiere una gran madurez de fe para gozar con los dones y con el éxito de los demás y para no sentirnos mal porque yo no tengo esos dones o porque al otro le va mejor.

4) “Acoger al hermano y ayudarlo a llevar sus cargas”. Hacernos cargo de las dificultades del hermano o de la hermana, de sus defectos y, a veces, de su lentitud para crecer en espíritu de koinonía, es imitar al Maestro; es brindar a los demás la posibilidad de demostrar y desplegar sus cualidades, asumiendo los riesgos que conlleva todo aprendizaje.

Según ésto, la espiritualidad de comunión es la respuesta que el Evangelio da a tres necesidades humanas básicas:

1. Necesidad del otro: todo ser humano es un yo que anda en búsqueda de un tú.

2. Necesidad de crecimiento: la persona crece y llega a la madurez en su relación con los demás, por identificación o por contraste.

3. Necesidad de superar el anonimato que tiende a provocar soledad, aislamiento, incomunicación y fobias en el ser humano.


➧7. Dificultades.

El Documento de Aparecida nos invita ponernos en guardia frente a lo que dificulta la espiritualidad de comunión:

• Inmadurez, superficialidad, poca consistencia personal.

• Búsqueda desmedida de brillo personal, narcisismo, vanidad, espíritu de competencia, rivalidad.

• Dificultad de empatía por hipersensibilidad o por sequedad emocional; incapacidad para ponerse en el lugar del otro.

• Entender la vida como “acumulación de bienes” y no como comunión de personas.


No olvidemos que la Iglesia es “sacramento de comunión”, es decir que no existe por sí misma, ni para sí misma: existe desde Dios Trino y para servicio del mundo. La Iglesia está llamada a ser signo cada vez más transparente de Cristo Resucitado e instrumento cada vez más eficiente en sus manos para transformar este mundo en el Reino de la verdad, del amor, de la justicia, de la santidad y de la paz. La koinonía, la comunión eclesial es el signo más elocuente de lo que Dios quiere hacer con los seres humanos cuando se dejan guiar por su Espíritu; la koinonía es un poderoso instrumento para que los hombres y mujeres vivamos unidos, superando todo lo que nos divide o nos distancia. La comunión es para la misión: “Padre, que todos sean uno…para que el mundo crea”.

➧8. Conclusión. (DA 161 a 163).

• La Iglesia es comunión en el amor. Esta es su esencia y el signo por la cual debe ser reconocida como seguidora de Cristo y servidora de la humanidad.
El “nuevo mandamiento” une a los discípulos entre sí como hermanos y hermanas, obedientes al Maestro, miembros unidos a la Cabeza y llamados a cuidarse los unos a los otros (1Cor 13; Col 3, 12-­‐14).

• La diversidad de carismas, ministerios y servicios abre horizontes para el ejercicio cotidiano de la comunión a través de la cual los dones del Espíritu son puestos a disposición de los demás y circule la caridad (cf. 1 Cor 12, 4-­‐ 12). Cada bautizado debe desarrollar en unidad y complementariedad los dones recibidos de Dios con los de los otros, a fin de formar el único Cuerpo de Cristo, entregado para que el mundo creyendo, tenga vida. La vivencia de la unidad orgánica y la diversidad de funciones asegura siempre la vitalidad misionera y es signo e instrumento de reconciliación y paz para nuestro pueblo. Cada comunidad está llamada a descubrir e integrar los talentos escondidos y silenciosos que el Espíritu regala a cada uno.

• En el pueblo de Dios “la comunión y la misión están profundamente unidas entre sí. La comunión es misionera y la misión es para la comunión”. En la familia, en la pequeña comunidad y en la iglesia local, todos los miembros, según los carismas de cada uno, estamos convocados a la koinonía, a la santidad en la comunión y a la misión.

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FINALIDAD DE LA CATEQUESIS

FINALIDAD DE LA CATEQUESIS

I. Hacia una definición
La acción catequética es el medio fundamental, la mediación prioritaria, por la que la Iglesia educa la fe de sus miembros. Por eso es muy importante definir la finalidad o meta de la catequesis en el proceso de catequización que lleva a cabo la comunidad eclesial. En efecto, el objetivo final marca la trayectoria a seguir durante el proceso.
La personalidad del creyente es multidimensional. Así también, la catequesis ha de abarcar las distintas dimensiones que comprende la formación de la personalidad creyente, porque su meta es la formación de dicha personalidad.
Al definir la finalidad de la catequesis, nos encontramos con una serie de descripciones que reflejan aspectos diversos y complementarios. Para expresar la finalidad de la catequesis habremos de tener en cuenta su naturaleza, que se inspira en el catecumenado bautismal.
Algunas descripciones apuntan como finalidad de la catequesis la vinculación a Dios en Jesucristo. Afirma el Directorio general de pastoral catequética (1971): «Por obra de la catequesis, las comunidades cristianas adquieren un conocimiento más profundo y vivo de Dios y de su designio salvífico, que tiene su centro en Cristo» (DCG 21).
Otras expresiones destacan como su meta la vinculación a la Iglesia: «La meta de la catequesis consiste en hacer del catecúmeno un miembro activo de la vida y de la misión de la Iglesia» (CC 60). Siendo la comunidad cristiana el origen, lugar y meta de la catequesis (cf DGC 254), «la catequesis capacita al cristiano para vivir en comunidad y para participar activamente en la vida y misión de la Iglesia» (DGC 86).
En otras descripciones se subraya más el aspecto confesante de la fe en medio de los hombres, en el mundo: «La catequesis está abierta, igualmente, al dinamismo misionero. Se trata de capacitar a los discípulos de Jesucristo para estar presentes, en cuanto cristianos, en la sociedad, en la vida profesional, cultural y social» (DGC 86).
La catequesis que se inspira en el catecumenado bautismal, tendrá la misma finalidad que el catecumenado. Por eso, otras definiciones ofrecen una visión integral de la meta de la catequesis. Por ejemplo: «la catequesis ilumina y robustece la fe, anima la vida con el espíritu de Cristo, lleva a una consciente y activa participación del misterio litúrgico y alienta a una acción apostólica» (GE 4).
Es también la visión que propone la Conferencia episcopal española, aplicada a la iniciación cristiana: «Una formación orgánica y sistemática de la fe..., centrada en lo nuclear de la experiencia cristiana, que propicia un auténtico seguimiento de Jesucristo e introduce en la comunidad eclesial» (IC 42).
En efecto, la catequesis trata de favorecer una progresiva vinculación existencial de las personas con Dios (metanoia), en la comunión eclesial (koinonía), para ponerse al servicio del mundo (diakonía). Estos tres aspectos —teologal, eclesial y diaconalson elementos integrantes de la finalidad de la catequesis, y se implican entre sí. El cristiano se encuentra con Dios en la Iglesia, cuerpo de Cristo, y en una Iglesia enviada al mundo para anunciarle —con palabras y con obras— la salvación de Jesús. La consecución de esta unión vital con Dios se expresa en una confesión de fe adulta y verdadera (cf CAd 134).
Por eso afirma el nuevo Directorio: «La catequesis es esa forma particular del ministerio de la Palabra que hace madurar la conversión inicial hasta hacer de ella una viva, explícita y operativa confesión de fe» (DGC 82). He ahí la finalidad de la catequesis.

II. Seguimiento de Jesucristo
«En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret... y la vida cristiana consiste en seguir a Cristo» (CT 5; cf también CC 124 y CCE 426).
Así, la catequesis es iniciación en el seguimiento de Jesucristo, seguimiento de aquellos que, subyugados por la buena noticia de Jesús, buscan conocerlo en profundidad y entrar en su discipulado.
Seguir a Jesús es algo más profundo que un imitar su vida desde fuera. Es dejarse cautivar por Alguien que está vivo y, como fruto de esa vinculación interior, tratar de actualizar en la propia vida los valores y actitudes que él vivió. Es introducirse progresivamente en la misma experiencia de san Pablo: «ya no vivo yo: es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). En suma, «el fin definitivo de la catequesis es poner a uno, no sólo en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo» (DGC 80).
Pero dicha comunión de vida con Jesucristo, para dejarle seguir viviendo su vida en nosotros y en nuestro tiempo, lleva a vincularse con todo aquello a lo que él estaba íntimamente unido: «con Dios, su Padre, que le había enviado al mundo, y con el Espíritu Santo, que le impulsaba a la misión; con la Iglesia, su cuerpo, por la cual se entregó; con los hombres, sus hermanos, cuya suerte quiso compartir» (DGC 81).


1. VINCULACIÓN A JESUCRISTO. Hablar de vinculación en nuestro caso equivale a inserción vital que condiciona toda la vida. «Toda la acción evangelizadora busca favorecer la comunión con Jesucristo. A partir de la conversión inicial de una persona al Señor, suscitada por el Espíritu Santo mediante el primer anuncio, la catequesis se propone fundamentar y hacer madurar esta primera adhesión» (DGC 80).
Jesucristo nos comunica su Espíritu Santo y es su Espíritu en nosotros quien nos vincula a Cristo. El va iluminándonos con lo recibido de Cristo y nos va configurando con él. Esta gestación de Jesucristo en nosotros abarca todas las dimensiones de Jesús. Por eso la catequesis ayuda a vincularnos a Cristo en su dimensión divina y humana, siguiéndole en la condición de siervo, en su sensibilidad por los marginados, en su carácter contemplativo y en la espera de su retorno glorioso (cf CAd 139-145), sin descuidar su atención a las expectativas de los hombres, su presentación como salvador y cabeza de todo lo creado, y su solidaridad con toda la historia y con todo el mundo (cf RdC 60-68; DGC 41; IC9).

2. JESUCRISTO NOS VINCULA AL PADRE Y AL ESPÍRITU. Una catequesis centrada en Cristo tiende a generar hombres y mujeres religiosos, adoradores del Padre. Confesar la fe en Jesucristo es decir un sí rotundo a Dios, porque Jesús «habla palabras de Dios y lleva a cabo la salvación que el Padre le confió» (DV 4).
Jesús nos vincula también al Espíritu Santo que envía a su Iglesia: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). Es el Espíritu Santo el que nos hace entrar en comunión de vida y amor con el Padre y con Jesús, el Hijo encarnado.
De esta manera, la vinculación vital a Cristo nos introduce en la vida trinitaria: «Sólo él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad» (CCE 426). Por Cristo, quedamos vinculados a un Dios, Trinidad de personas, comunidad, vida compartida, comunión gozosa de vida, un Dios a la vez el que ama, el amado y el amor. «Es importante que la catequesis sepa vincular bien la confesión de fe cristológica, "Jesús es Señor", con la confesión trinitaria, "Creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo", ya que no son más que dos modalidades de expresar la misma fe cristiana» (DGC 82; cf IC 11).

3. JESUCRISTO NOS VINCULA A SU IGLESIA. Jesucristo ha venido a congregar a los hijos de Dios dispersos y a enviarlos a anunciar el evangelio. Jesucristo nos vincula a la Iglesia, porque en ella reúne a sus discípulos y deposita la continuación de su obra, transmitiéndole su Espíritu. A través de la catequesis, que nos vincula a Jesucristo, somos reunidos por él en la Iglesia, su cuerpo, como una familia fraterna y misionera.
La salvación prometida por el Señor la recibimos no sólo en la Iglesia, sino de la Iglesia y por la Iglesia. Una catequesis que trata de vincularnos con Cristo, nos habrá de vincular al mismo tiempo a la Iglesia, su propio cuerpo. Adherirse a la Iglesia de Cristo comporta asumir los rasgos que definen su autenticidad: acogerla como misterio de comunión con Dios y entre los hermanos; adherirnos a ella en cuanto evangelizadora, siempre en estado de misión; incorporarnos a la Iglesia toda ella ministerial y corresponsable; aceptar su realidad divino-humana, inmutable y mudable, santa y pecadora, necesaria y relativa.
La catequesis está llamada a favorecer el afecto cordial a la Iglesia, a ahondar en una eclesiología de comunión y a descubrir que la Iglesia es esencialmente misionera (cf RdC 86-90; CC 184-196; CAd 151-158; IC 13).

4. JESUCRISTO NOS VINCULA A LOS HOMBRES. Por una parte, Jesucristo está unido a los hombres de manera misteriosa, pero real: «lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Nos situamos de lleno en la finalidad diaconal de la catequesis. Por otra, la Iglesia, siguiendo a Cristo, su cabeza, es solidaria con la humanidad: «La Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (GS 1) y concibe su presencia en el mundo, al estilo de Jesús, como un servicio: «El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir» (Mc 10,45).
Si la catequesis quiere favorecer la vinculación del cristiano a las personas concretas, habrá de abordar los problemas humanos, personales, familiares, sociales y religiosos como centros-estímulo que nos urgen a la coherencia de vida, para construir el Reino de la fraternidad. El mensaje cristiano no sería creíble si no afrontase y tratara de resolver estos problemas. No se trata de una simple preocupación didáctica o pedagógica. Se trata de una exigencia de encarnación, esencial al cristianismo (cf RdC 96-97).

III. La confesión de fe madura
«La catequesis tiene como meta la confesión de fe» (CAd 136). Confesar o profesar la fe cristiana es adherirse incondicionalmente a la persona de Jesucristo, en quien el Padre nos ha comunicado su Espíritu y, además, manifestar con palabras y obras esa adhesión sin reservas, dentro de la comunidad eclesial y en medio del mundo. «La finalidad de la acción catequética consiste precisamente en esto: propiciar una viva, explícita y operante profesión de fe» (DGC 66). «La catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe» (MPD 8).
Efectivamente, si el catecumenado bautismal se desarrolla en una comunidad de fe que lleva a la profesión de fe, también la catequesis, inspirada en el catecumenado, tendrá como meta última de su proceso la profesión de fe. Cuando el catequizando es capaz de confesar la fe con toda su vida, es decir, con su memoria, inteligencia, corazón, palabra y acción (cf EN 44), el proceso catequético ha culminado.

1. ESENCIAL EN EL BAUTISMO. La confesión de fe es inherente al bautismo y este es, por excelencia, el sacramento de la fe. La triple pregunta de la profesión de fe precede inmediatamente a la inmersión o a la infusión del agua (cf CCE 189). Esta «profesión de fe, interior al bautismo, es eminentemente trinitaria. La Iglesia bautiza "en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mt 28,19), Dios uno y trino, a quien el cristiano confía su vida... (El convertido) inicia un proceso, ayudado por la catequesis, que desemboca necesariamente en la confesión explícita de la Trinidad» (DGC 82). Más aún, «recitar con fe el credo es entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo» (CCE 197; cf IC 54).

2. MANIFESTACIÓN DE NUESTRA ENTREGA A DIOS. La confesión de fe estrictamente vinculada, en la tradición eclesial, al proceso de iniciación cristiana, es el símbolo apostólico. Este presenta las obras salvíficas de Dios y nos relaciona con un Dios comunicativo, que actúa en favor del hombre.
La confesión de fe descansa en la primera palabra que el cristiano pronuncia: Creo en. Con esta expresión manifestamos algo más que un puro asentimiento racional; expresamos nuestra entrega personal e incondicional al único Dios. Es el gesto más hondo que la persona humana puede hacer. La confesión de fe en Dios es la proclamación de querer librarnos de cualquier ídolo que nos esclavice. Es un canto de libertad.
La fe es amén a Dios (cf 2Cor 1,20). Esta actitud dice relación a una realidad misteriosa, porque, en último término, es la adhesión al Dios vivo que habita en una luz inaccesible (cf ITim 6,16). Sólo a Dios se puede rendir tal homenaje. Ninguna persona puede prestar tal adhesión a una criatura, sin renunciar a su dignidad. Así, el acto de fe se nos presenta también como un acontecimiento de libertad suprema: no sólo no ahoga, sino que potencia la libertad humana.
Esta entrega a Dios la expresa y la matiza así el nuevo Directorio: «Con la profesión de fe en el Dios único, el cristiano renuncia a servir a cualquier absoluto humano: poder, placer, raza, antepasado, Estado, dinero..., liberándose de cualquier ídolo que lo esclavice. Es la proclamación de su voluntad de querer servir a Dios y a los hombres sin ataduras. Y al proclamar la fe en la Trinidad, que es comunión de personas, el discípulo de Jesucristo manifiesta al mismo tiempo que el amor a Dios y al prójimo es el principio que informa su ser y su obrar» (DGC 82).

3. PARTICIPACIÓN EN LA FE DE LA IGLESIA, AL SERVICIO DEL MUNDO. «Quien dice "yo creo", dice "yo me adhiero a lo que nosotros creemos"» (CCE 185). Con esto, el Catecismo de la Iglesia católica quiere decir que nuestro credo no es una proclamación de creyentes aislados, sino la profesión de fe del pueblo de Dios como tal, que es la Iglesia. La confesión de fe sólo es plena referida a la Iglesia. Recitamos en singular el credo, pero siempre en Iglesia. La fe cristiana no es sino participación de la fe común de la Iglesia (cf CAd 138).
El nuevo Directorio insiste en la eclesialidad de la confesión de fe: «La profesión de fe sólo es plena si es referida a la Iglesia. Todo bautizado proclama en singular el credo, pues ninguna acción es más personal que esta. Pero lo recita en la Iglesia y a través de ella, puesto que lo hace como miembro suyo. El "creo" y el "creemos" se implican mutuamente. Al fundir su confesión con la de la Iglesia, el cristiano se incorpora a la misión de esta: ser "sacramento universal de salvación" para la vida del mundo. El que proclama la profesión de fe asume compromisos que, no pocas veces, atraerán persecución. En la historia cristiana son los mártires los anunciadores y los testigos por excelencia» (DGC 83).
Sintetizando los diferentes aspectos de la confesión de fe como finalidad de la catequesis, podemos decir, en sintonía con el sínodo de 1977, que la confesión de fe, promovida por la catequesis, es la entrega confiada de las personas a Dios, como miembros de la Iglesia de Jesús, para ponerse al servicio del mundo. Así, la meta de la catequesis está en favorecer la confesión de fe en Dios, desde el seno de una Iglesia que, presente y activa en el mundo, le entrega lo mejor de sí misma, a pesar de su doloroso rechazo e incomprensión (cf CAd 138).

IV. Educar una mentalidad de fe
Si el objetivo último de la catequesis es capacitar a la persona para comprometerse en la profesión de fe, el objetivo próximo es crear en ella las condiciones para hacer esa profesión de fe, llevar a madurez la fe personal, es decir, desarrollar en ella la mentalidad propia del creyente.
Alcanzar esta mentalidad de fe supone educar para ver, sentir y actuar como Cristo, esto es, «para pensar como Cristo, para ver la historia como él, para juzgar la vida como él, para optar y amar como él, para esperar como enseña él, para vivir en él la comunión con el Padre y con el Espíritu Santo. En una palabra: nutrir y guiar la mentalidad de fe» (RdC 38). En consecuencia, será objetivo próximo de la catequesis educar a un modo de ser creyente que abarque a toda la persona y la configure con Jesucristo.
Cabe describir el crecimiento de la vida de fe, o vida teologal, como un proceso de conversión, de progresiva interiorización de las actitudes de fe, esperanza y amor, en interacción con el desarrollo armónico de los niveles del conocimiento, de la afectividad y del comportamiento, camino hacia la madurez.

1. LA META DE LA MADUREZ DE FE. La catequesis tiene como finalidad favorecer una primera madurez de fe.
Ciertamente, la meta de la madurez nunca será totalmente alcanzada, ni a nivel personal ni a nivel comunitario, pero el dinamismo de la fe, de la vida teologal, apunta hacia la meta de su madurez. Los rasgos característicos de esta fe madura, podemos describirlos sirviéndonos del concepto psicológico de actitud y de su estructura específica.
La fe madura es la actitud central de toda personalidad cristiana. Y esta fe es madura, como actitud, cuando goza de estabilidad y está integrada en el conjunto de la personalidad, como centro de referencia de todos los resortes de la vida y de la acción. La fe, en su proceso de maduración, desarrolla de manera coherente las tres dimensiones de la actitud: la cognoscitiva, la afectiva y la operativa.

a) La actitud de fe madura, crece, desarrollando su vertiente cognoscitiva y, por tanto, valorativa y motivacional. En esta vertiente, consideramos la fe como contenido de la Revelación y del mensaje evangélico. La fe, en este sentido, significa el empeño por conocer cada vez mejor el sentido profundo de la Palabra: fides quae. Esto supone una fe informada y profundizada, en contraposición a una fe ignorante y superficial; una fe diferenciada, capaz de discernimiento, no monolítica o integrista; una fe crítica y autocrítica, no ingenua, acrítica o pasiva. Aquí estaríamos desarrollando preferentemente la fides quae (cf CC 166; DGC 92).

b) La fe crece, madura, desarrollando en forma integral la dimensión afectivo-emotiva de la actitud. Aquí abordamos la fe cristiana como adhesión a Dios que se revela, hecha bajo el influjo de la gracia. En este caso, la fe consiste en entregarse a la palabra de Dios y confiarse a ella: fides qua. En efecto, creer entraña una doble referencia: a la persona –la entrega confiada a Dios– y a la verdad –el asentimiento cordial a todo lo que él nos ha revelado— (cf DGC 54). La fe madura goza de autonomía motivacional y no es conformista. Además, es constante, capaz de comprometerse a largo plazo, no caprichosa o voluble. La fe madura es comunicativa, contagiosa, abierta al diálogo y a la confrontación, no autosuficiente o intolerante. Aquí desarrollaríamos sobre todo la fides qua (cf CC 166; DGC 92).


c) La fe madura desarrolla también en forma coherente la dimensión comportamental y operativa de la actitud. Por ello, es dinámica y activa, no pasiva o estéril; es consecuente en su vertiente operativa, no incoherente o disociada (cf E. Alberich, 1991, 105-109).

Educar en la fe quiere decir educar y promover al hombre integral. Aunque la madurez humana y madurez de fe no coinciden plenamente, la salvación de Jesús alcanza a toda la persona y pasa por la maduración de toda la persona. Es en esta interacción donde la catequesis puede ejercer especialmente su papel de mediación.


2. OBJETIVOS PARA POSIBILITAR ESA MADUREZ. a) Suscitar, favorecer y profundizar la conversión. El crecimiento de la fe habrá de ser inicialmente un proceso de conversión, es decir, de asunción de una actitud totalizante y central, hecha de renuncia a la lógica del orden mundano y de opción fundamental por Jesucristo en la Iglesia.

Es verdad que la conversión, punto de partida y núcleo unificante del dinamismo de la fe, pertenece propiamente al ámbito del primer anuncio o de la evangelización en sentido estricto y prioritario (cf DGC 61). En efecto, ese primer anuncio tiene como finalidad: suscitar inicialmente la fe (DCG 17), suscitar la conversión (cf CT 19) y suscitar la adhesión global al evangelio del Reino (cf EN 23; CT 19).


La catequesis, distinta del primer anuncio del evangelio, promueve y hace madurar esta conversión inicial, educando en la fe al convertido e incorporándolo a la comunidad cristiana. La catequesis parte de la condición que el mismo Jesús indicó, «el que crea», el que se convierta, el que se decida (cf DGC 61). Ahora bien, de hecho, hoy en día, y sobre todo en las regiones de antigua tradición cristiana, no se puede dar por supuesta una opción de fe al comienzo del camino de la catequesis y, en muchos casos, no se da de hecho la actitud fundamental de la conversión. Ya lo afirmaba Pablo VI: «Toda una muchedumbre, hoy día muy numerosa, de bautizados, en gran medida no han renegado de su bautismo, pero están totalmente al margen del mismo y no lo viven» (EN 56).

Esta situación es la que ha provocado también la necesidad de acentuar la función misionera de la catequesis. En nuestra situación, que reclama la nueva evangelización, la catequesis deberá subrayar la función misionera y tratar de suscitar, muy en primer término, la conversión al evangelio. No es su función propia, ya que la catequesis debería seguir a la actividad misionera. Pero la situación concreta vivida por muchos cristianos está pidiendo una fuerte carga de primera evangelización en la actividad catequética propiamente dicha (cf CC 49). De ahí que la catequesis deba, a menudo, preocuparse no sólo de alimentar y enseñar la fe, sino de suscitarla continuamente con la ayuda de la gracia, de abrir el corazón, de convertir, de preparar una adhesión global a Jesucristo en aquellos que están aún en el umbral de la fe (cf CT 19; IC 21).

Además, en la práctica pastoral las fronteras entre la acción misionera y la acción catequética no son fácilmente delimitables. Frecuentemente, las personas que acceden a la catequesis necesitan, de hecho, una verdadera conversión. Por eso, la Iglesia desea que, ordinariamente, una primera etapa del proceso catequizador esté dedicada a asegurar la conversión.

En la situación que requiere la nueva evangelización, esa tarea de asegurar la conversión se realiza por medio de la catequesis kerigmática, que algunos llaman también precatequesis, porque, inspirada en el catecumenado, es una propuesta de la buena nueva en orden a una opción sólida de fe.

Es verdad que la renovación catequética debe cimentarse sobre la evangelización misionera previa (cf DGC 62), pero es imprescindible el talante misionero en la catequización no sólo de jóvenes y adultos, sino también de aquellos niños que llegan a la catequesis sin haber podido realizar el necesario despertar religioso en sus familias (cf CC 95).

Aunque la catequesis no deba sustituir la acción misionera y el primer anuncio, hemos de tener en cuenta que la conversión es un elemento siempre presente en el dinamismo de la fe y que, por tanto, cualquier forma de catequesis debe incluir también tareas que atañen a la evangelización misionera (cf DCG 18).

Además, la conversión no es únicamente un momento global inicial, no constituye de por sí un momento aislado o único de la propia historia religiosa. Más bien hay que entenderla como una estructura fontal que, en el desarrollo de la fe personal, continuamente reaparece y se renueva. Especialmente en los momentos significativos de la vida, la fe debe revivir el momento fuerte de conversión, así como también en los trances decisivos y cruciales de la existencia, porque en ellos está en juego generalmente el proyecto global de vida que la persona ha forjado. Tal circunstancia reclama, si se quiere ser coherente con la fe que se profesa, la densidad existencial de una renovada conversión al plan de Dios, como elemento ineludible y permanente del proceso catequético de educación en la fe.


b) Suscitar y hacer madurar las actitudes propias de la vida cristiana. La educación de las actitudes cristianas constituye el rasgo unificante y más decisivo del cometido de la catequesis, junto con la tarea básica de favorecer y profundizar la conversión.

El eje de la existencia cristiana lo constituyen la fe, la esperanza y la caridad. El objeto central de la catequesis será la fe, robustecida por la esperanza e informada por la caridad. Este es el sistema estable de actitudes que la catequesis ha de estimular y hacer madurar. Es lo que san Agustín plasmó sintéticamente en una expresión magistral y memorable: «Quidquid nanas ita narra, ut ille cui loqueris, audiendo credat, credendo speret, sperando amet» (san Agustín, De catechizandis rudibus, IV, 8 [PL 40, 3161); es decir: «cuando narres algo, hazlo de manera que aquel a quien hablas, oyendo crea, creyendo espere y esperando ame».


Juan Pablo II lo recogía bien, en línea con el documento base de la Conferencia episcopal italiana, II rinnovamento della catechesi: «Transformado por la acción de la gracia en nueva criatura, el cristiano se pone así a seguir a Cristo y, en la Iglesia, aprende siempre a pensar mejor como él, a juzgar como él, a actuar de acuerdo con sus mandamientos, a esperar como él nos invita a ello» (CT 20; cf también DGC 53 y RdC 38).


— Educar la actitud de fe significa, en concreto, suscitar sentimientos de docilidad, escucha y abandono en la palabra de Dios. Supone llevar a la adhesión personal e incondicional a Jesucristo, con amor y confianza, como punto de referencia esencial para la propia vida.


– Educar la esperanza que consolida la fe significa impregnar de confianza inquebrantable en las promesas de Dios, arraigarse en un optimismo de base ante la historia y comprometerse activamente por un mundo más humano y cercano al proyecto de Dios, superando con fortaleza y paciencia la resignación y la desesperación.

– Educar la caridad que informa la fe, significa llevar esta a la perfección del amor, mandamiento nuevo y plenitud de la ley. El amor es la fuerza que hace viva, válida y operante la fe. Y como el amor de Dios, realizado en el amor a los hermanos, es la ley central de la existencia cristiana, de ahí se derivan unas actitudes axiales: amor apasionado a Cristo, renuncia al egoísmo y a la opresión, desapego de los bienes y entrega a los hermanos, solidaridad y servicio viendo a Cristo en ellos, sobre todo en los pobres.

c) Las tareas y la finalidad de la catequesis. La finalidad de la catequesis –lograr una primera madurez de fe– se realiza a través de diversas tareas fundamentales, mutuamente implicadas (cf DGC 84); aquí no hago más que apuntarlas, ya que son objeto de estudio en otras voces de este Diccionario. El nuevo Directorio señala como tareas fundamentales: propiciar el conocimiento de la fe, la educación litúrgica, la formación moral y enseñar a orar, así como también la educación para la vida comunitaria y la iniciación a la misión (cf DGC 85-86; IC 31, 42). En virtud de su misma dinámica interna, la fe pide ser conocida, celebrada, vivida, hecha oración, compartida y anunciada.

Cuando el catequizando ha cultivado y desarrollado con una primera madurez, todas esas dimensiones en la comunidad, podemos afirmar que está culminando el proceso catequético y va logrando la madurez del hombre nuevo en Cristo.


V. El «hombre nuevo» que nace de la catequesis

He aquí otra forma de abordar la finalidad de la catequesis: los frutos que produce; en nuestro caso, el hombre nuevo que de ella nace. Ahora bien, toda esta novedad de vida y sus consecuencias sólo se dan con una primera madurez y en camino permanente hacia una maduración mayor.

Toda vinculación existencial de una persona con otra o con un grupo humano incide de manera destacada en su vida, experiencias, actitudes y comportamientos, y en el talante con que la persona afronta la existencia. «Se puede decir que la pedagogía de Dios alcanza su meta cuando el discípulo llega "al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13)» (DGC 142).

Si la catequesis nos pone no sólo en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo (cf DGC 80), y Jesucristo nos vincula al Padre y al Espíritu, a su Iglesia y a los hombres (cf CAd 142-164; DGC 82-84), es lógico que de esa vinculación profunda y plural se deriven consecuencias de entidad para la persona. «La catequesis, al presentar el mensaje cristiano, no sólo muestra quién es Dios y cuál es su designio salvífico, sino que, como hizo el propio Jesús, muestra también plenamente quién es el hombre al propio hombre y cuál es su altísima vocación» (DGC 116).

Jesús, el Hombre nuevo, nos revela en sí mismo lo que es el hombre. Y al hombre, herido desde sus orígenes y centrado y encerrado en sí mismo, incapaz de justificar su origen, su existencia y su destino a partir de sus propias fuerzas, Jesús le ofrece la misericordia y el perdón del Padre; lo erige, lo eleva, lo introduce en el ritmo de su propio caminar, lo recrea en su integridad perdida. El cristiano adulto se sabe recreado en Jesús y llamado, por su gracia salvadora, a actuar hoy con la verdadera libertad. Justificado y salvado en Jesús, el cristiano adulto vive, por exigencia de su fe, la solidaridad fraterna en «la familia amada de Dios y de Cristo nuestro hermano» (GS 32), en el nuevo pueblo mesiánico que tiene por ley el mandato del amor, y como fin el reino de Dios (cf CC 180; CCE 27-49; 355-379; 456-478; 1699-1756).

En esta línea, la catequesis no sólo reconoce, sino que promueve y potencia la dignidad de la persona humana. La Iglesia será muy sensible a todo lo que afecta a la persona humana. Ella sabe que de esa dignidad brotan los derechos humanos, que han de ser objeto constante de la preocupación y del compromiso de los cristianos. La obra evangelizadora de la Iglesia tiene una tarea irrenunciable en el vasto campo de los derechos humanos: manifestar la dignidad inviolable de toda persona humana, redimida por Jesucristo, el Señor, el Hombre nuevo.

Así, el evangelio reclama una catequesis abierta, generosa y decidida a acercarse a las personas humanas allá donde viven, en particular saliendo a su encuentro en aquellos lugares principales donde tienen lugar los cambios culturales elementales y fundamentales como la familia, la escuela, el ámbito de trabajo y el tiempo libre.

También habrá de ser sensible la catequesis, y estar presente con discernimiento, en aquellos ámbitos antropológicos en los que las tendencias culturales generan o difunden modelos de vida y pautas de comportamiento, como la cultura urbana, el turismo y las migraciones, el mundo juvenil y otros fenómenos de relieve social.

Y tampoco habrá de descuidar otros sectores que han de ser iluminados con la luz del evangelio, como las áreas culturales llamadas areópagos modernos, tales como el área de la comunicación, el área del compromiso por la paz, el desarrollo, la liberación de los pueblos y la salvaguardia de la creación, el área de la defensa de los derechos humanos, sobre todo de las minorías, de la mujer y el niño, el área de la investigación científica y de las relaciones internacionales (cf DGC 211).

En efecto, el bautismo genera en los creyentes y les impulsa a vivir una auténtica novedad de vida. Hijos en el Hijo, hombres nuevos en el Hombre nuevo, estamos llamados a vivir y a actuar –en terminología paulina– como revestidos del hombre nuevo (cf Col 3,10). El bautismo, que nos injerta en Cristo, nos une vitalmente a todo aquello con lo que Jesucristo está profundamente unido: el Padre, el Espíritu, la Iglesia y los hombres. Así, el cristiano, unido a Jesús, se compromete con la causa y el estilo de Jesús, es adorador del Padre, colaborador del Espíritu, hombre de Iglesia, y vive en actitud de servicio al mundo.


1. CREYENTES COMPROMETIDOS CON LA CAUSA Y EL ESTILO DE JESÚS. LOS cristianos catequizados viven con gozo y gratitud la experiencia del encuentro con el Señor. Viven la dicha y hasta el entusiasmo por' lo que su persona, su presencia y su mensaje suponen para ellos, hasta confesar con coraje y optimismo: «Te seguiré a donde vayas» (Lc 9,57). Han hecho un itinerario de seguimiento del Señor que les ha supuesto un cambio en su manera de ver y vivir a Dios, de comprometerse con el prójimo y de situarse ante la existencia. Se puede afirmar que el encuentro y el seguimiento han sido transformadores de la persona. Y la experiencia gozosa y transformadora del camino recorrido les lleva a optar consciente y libremente por Jesús, el Cristo, el Señor, deseando reproducir en sus vidas el estilo evangélico del Maestro, una vida según las bienaventuranzas (cf CT 29), y comprometiéndose a continuar su causa, el reinado de Dios, y a darlo a conocer seductoramente a quienes no lo conocen (cf CAd 166-167).


2. ADORADORES DEL PADRE. La unión con Cristo convierte a los creyentes catequizados en adoradores del Padre, sedientos buscadores de Dios, a quien adoran «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Adoptan ante Dios una actitud de confianza filial, acogiendo las palabras de Jesús: «Mi Padre es también vuestro Padre» (Jn 20,17).

Esta actitud de confianza filial se traduce en una oración, un culto y una celebración de marcado acento contemplativo y gozoso. Son creyentes que gustan y saborean el diálogo con el Señor. La oración y la celebración se convierten en alma y práctica habitual en sus vidas (cf CAd 168).

Lo expresa bien el nuevo Directorio: «La comunión con Jesucristo lleva a los discípulos a asumir el carácter orante y contemplativo que tuvo el Maestro. Aprender a orar con Jesús es orar con los mismos sentimientos con que se dirigía al Padre: adoración, alabanza, acción de gracias, confianza filial, súplica, admiración por su gloria. Estos sentimientos quedan reflejados en el padrenuestro, la oración que Jesús enseñó a sus discípulos y que es modelo de toda oración cristiana. La entrega del padrenuestro, resumen de todo el evangelio es, por ello, verdadera expresión de la realización de esta tarea» (DGC 85).


3. COLABORADORES DEL ESPÍRITU. Los discípulos catequizados son conscientes de la acción del Espíritu en sus corazones. Es el espíritu de Jesús, que les ha acompañado a lo largo del proceso catequético, quien les da fuerza para ser testigos de la resurrección de Cristo. Saben que ese testimonio no es una postura exterior que hay que adoptar, sino la emanación de una espiritualidad y de un deseo de santidad que sólo el Espíritu puede hacer germinar en ellos.

Ese mismo Espíritu les impulsa hacia la unidad con todos, superando las tensiones y tentaciones de división. Y es también el Espíritu del Señor quien les capacita, acompaña y anima en la misión. Son personas que se dejan guiar por la voz del Espíritu que les llama con vocaciones diferenciadas y les acompaña en la apasionante aventura de la búsqueda continua de Dios desde ministerios distintos (cf CAd 169).

Pero ellos colaboran con el Espíritu plantando y regando, siendo conscientes de que es Dios quien da el crecimiento, porque «el Espíritu Santo fecunda constantemente la Iglesia en la vivencia del evangelio, la hace crecer continuamente en la inteligencia del mismo, y la impulsa y sostiene en la tarea de anunciarlo por todos los confines del mundo» (DGC 43).


4. HOMBRES Y MUJERES DE IGLESIA. Como ya hemos afirmado, la eclesialidad pertenece a la misma esencia de la catequesis. De ahí se deriva que la persona catequizada sea un creyente con espíritu eclesial. Son y se sienten hombres y mujeres de Iglesia, miembros activos y responsables de ella, partícipes sobre todo en las tareas y servicios de la Iglesia local y de sus comunidades cristianas. Se trata de personas en comunión con toda la Iglesia. Esa comunión se concreta y expresa en la preocupación, apoyo y comprensión mutuos de los cristianos, en la oración y el compartir de las comunidades, en la fidelidad al magisterio, en el respeto y aprecio a una tradición viva que viene desde los apóstoles, en el recuerdo y oración a la Iglesia celestial.

Estos discípulos catequizados son personas agradecidas a esta Iglesia que nos da cuanto ella es y cuanto ella guarda, recibido del Señor. Esta gratitud no estará reñida con la sana crítica positiva de miembros amantes de la Iglesia que quieren que se purifique de sus deficiencias.

Son también creyentes de talante comunitario. No pueden vivir su cristianismo por libre. Han experimentado la validez y la relevancia de buscar, compartir y celebrar juntos la fe, y buscan grupos donde se viva comunitariamente y colaboran en la transformación de la vida parroquial. Son cristianos que reconocen y agradecen en la Iglesia el seno materno que los ha gestado (cf CAd 170).


5. EN ACTITUD DE SERVICIO AL MUNDO. El proceso de catequesis propicia creyentes deseosos de comunicar su experiencia cristiana a quienes no la han gustado. La experiencia gozosa de la fe y la sensibilidad de solidaridad que han ido adquiriendo, les genera una viva preocupación por el mundo de los increyentes y por la suerte de los pobres.

Esta vivencia les exige ser capaces de decir la fe, «de dar razón de su esperanza» (1Pe 3,15), de vivir en solidaridad con los hombres, sobre todo con los que más sufren, viviendo encarnados en las gentes de su entorno, con la actitud liberadora del Maestro salvador, de comprometerse en la transformación de la sociedad, tratando de impregnar la vida pública con los valores del evangelio de Jesucristo, y de estar atentos a los signos de los tiempos, descubriendo en ellos interpelaciones del Espíritu de Jesús resucitado (cf CAd 171).

La comunidad, mediante la catequesis, ha engendrado, acogido y acompañado a los catequizandos, con solicitud maternal, y los ha apoyado para que caminen en la novedad de vida que corresponde a los bautizados en el Señor, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.



BIBL.: ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1991; COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, La catequesis de la comunidad. Orientaciones pastorales para la catequesis en España, hoy, Edice, Madrid 1983; El catequista y su formación. Orientaciones pastorales, Edice, Madrid 1985; Catequesis de adultos. Orientaciones pastorales, Edice, Madrid 1991; La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA, II rinnovamento della catechesi, Roma 1970; GEVAERT J. (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; LÓPEZ J., Catecumenado, en DE FiORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991°, 184-206; MONTERO M., La catequesis en una pastoral misionera, PPC, Madrid 1988; NEGRI G. C., Catechesi e mentalitá di fede. Presentazione del «documento di base», Ldc, Turín 1977; PABLO VI, Evangelii nuntiandi (La evangelización del mundo contemporáneo), San Pablo, Madrid 1997 SÍNODO DE OBISPOS 1977, La catequesis en nuestro tiempo. Mensaje al pueblo de Dios, PPC, Madrid 1978.


Lorenzo Zugazaga Martikorena
https://seminariocatequisticobb.blogspot.com/p/blog-page_14.html
https://seminariocatequisticobb.blogspot.com/p/informacion.html
FUENTE:

http://www.mercaba.org/Catequetica/F/finalidad_de_la_catequesis.htm